Hace apenas diez días que Uber vuelve a operar en Barcelona y los medios de comunicación de la tribu no han desaprovechado la ocasión para avivar el fuego con la hipotética reedición de otra “guerra del taxi”. Diría que calentar los ánimos de una nueva disputa, que podría terminar también con la consecuente huelga o okupación de la Gran Via, no sería la mejor idea a la hora de afrontar un debate sereno sobre la convivencia entre el taxi y las nuevas apps de transporte privado. Sería mejor fijarse en ciudades donde este matrimonio entre dos formas diferentes de entender la movilidad funciona y ya ha dado buenos resultados para usuarios y trabajadores, que es lo que debería ser la prioridad de la ciudadanía y de la administración pública. Barcelona necesita un sistema eficiente de taxis públicos como el de París o Madrid, pero el hecho de que en el año 2019 hasta un millón de usuarios abrieran la app de Uber en Barcelona pensando que funcionaba implica que en la ciudad habrá siempre una demanda que se deberá cumplir en nombre de la libre competencia.
Viajemos, por ejemplo, a nuestra querida Nueva York, donde un estudio del portal FiveThirtyEight del año 2015 evidenció que, mientras los taxistas tradicionales trabajaban mayoritaria y normalmente en las zonas empresariales y comerciales de Manhattan, los conductores de Uber habían aprovechado la congestión y el estancamiento de oferta en el centro de la ciudad para intentar pescar más pickups en barrios como el Bronx, Brooklyn o Queens (de los 4,4 millones de viajes que Uber hizo en Nueva York entre septiembre y abril de 2014, un 22% se iniciaron fuera de Manhattan, comparado con 14% en 88,4 millones de carreras de taxi que siguieron el mismo patrón). Así pues, en un entorno liberalizado, las nuevas apps pueden llegar a ofrecer un servicio que, por motivos de exceso espacial, los taxistas no podrían monopolizar aunque quisieran. En este caso, la demanda ha repartido el juego, ha abaratado costes y ha aumentado la capacidad de servicio de los usuarios con dos opciones a elegir.
Con esta liberalización de la competencia, como puede ver cualquier visitante de Nueva York y contra lo que también decían los sectores más apocalípticos del taxi, en Manhattan (y los demás barrios de la ciudad) todavía se pueden ver coches amarillos trabajando. El taxi no se ha extinguido y las otras apps de movilidad han permitido crear empleo y ofrecer más servicios a los usuarios: en un estudio referencial del 2017 aplicado a 50 ciudades de EEUU entre los años 2009 y 2015, el economista de Oxford Carl Benedict Frey demostró que la aparición de Uber no había causado un impacto laboral importante al sector del taxi. Lejos de ello, Uber dobló beneficios en la mayoría de ciudades donde puso bandera, pero el sector del taxi aumentó un 10% en nuevas licencias. En todas las ciudades donde las plataformas han diversificado el mercado, Uber presenta un mayor espacio de circulación, por ejemplo, en los horarios en que los taxistas cambian de turno. Los usuarios, en definitiva, se adaptan a la disponibilidad de la oferta.
Esta es una información, insisto, que ya ha sido múltiplemente documentada en muchos lugares del mundo y, particularmente, en ciudades a las que Barcelona debería parecerse (aún más en tiempos de Covid-19 en que los desplazamientos por motivos de salud en hospitales lejanos al centro o de burbuja, a nivel de familia o unidad de convivencia, serán habituales todavía durante meses). Que los 70.000 taxis con licencia en España ya no podrán suplir la demanda existente en las ciudades españolas es un dato que ni el sindicalista más recalcitrante me podrá discutir. A su vez, excluir el taxi de la economía colaborativa también es una aberración para quienes encuentran en Uber o Cabify una ocupación temporal o un complemento laboral que, en cualquier caso, siempre será mejor que quedarse en el paro. Si se piensa en la solidaridad obrera, no hay ninguna idea mejor que abrir un mercado que hasta ahora ha caído bajo las garras de un monopolio que, insisto, no vemos en ningún otro sector.
El problema, lo sabrá el lector, es la preocupación de muchos taxistas por unas licencias que compraron hace años a precios bastante elevados y que (siguiendo la especulación capitalista que tantos miembros sindicales condenan pero practican de la forma más literal) ahora querrían vender para asegurarse una buena jubilación. En efecto, como recuerda la Subdirección Económica de la CNMC, entre 1987 y 2016, el valor de una licencia de taxi en el mercado secundario ha aumentado un 503,7%, una cifra que contrasta con las empresas del IBEX-35, que sólo se han hinchado (sic) un 233,7% durante el mismo periodo. A la hora de eliminar un sistema injusto que perpetra la peor forma de especulación (a saber, una economía que crece por el simple hecho de estar protegida por la burocracia estatal), este su articulista apostaría simplemente por eliminar el sistema de licencias, sustituyéndolo por un carné de regulador que controlara los requisitos fundamentales que un conductor debe tener para ejercer dicha tarea.
Visto que esto de liberalizar mercados es pecado y que la administración no ha tenido el valor suficiente para detener la especulación con las licencias (de hecho, la práctica actualidad los taxistas no las han comprado al Estado o a su municipio, sino que ya la han adquirido encarecida a un compañero jubilado), economistas como Juan Ramón Rallo se han inspirado en el modelo australiano para proponer un sistema de liberalización del sector acompañado de indemnizaciones a los taxistas con licencia. En ciudades como Melbourne, los taxistas han recibido de 20.000 a 175.000 dólares australianos si compraron su licencia después de 2015. En España las cantidades serían algo menores, pues la media de la licencia del taxi oscila en torno a los 105.000 euros, y el gasto total del “rescate” del sector sería de unos 1.500 millones de euros. El mismo Rallo ha propuesto diversas formas de sufragar esa cantidad, como un impuesto especial para las nuevas licencias o un recargo temporal de un 5% en las tarifas de taxis y VTC.
El problema, lo sabrá el lector, es la preocupación de muchos taxistas por unas licencias que compraron hace años a precios bastante elevados y que ahora querrían vender para asegurarse una buena jubilación
Todo ello, insisto de nuevo, son datos y propuestas que datan de estudios hace años pero que el debate mediático nacional, adicto al frentismo por naturaleza, evita para resucitar batallitas que no ayudan a nadie. Servidor es y será usuario de los taxis de Barcelona (que, con la aparición de las VTC, han ganado en calidad con operadoras y localizadores de vehículos cada vez más eficientes y con una limpieza en los automóviles que, para quien fuera usuario hace sólo un par de lustros, resulta palmaria), pero también quiere desplazarse en Cabify o aprovechar un servicio de car sharing para trayectos más amplios o en zonas de tráfico menor. ¿Es necesario que los trabajadores de myTaxi o Lyft tengan los derechos laborales garantizados y sus consumidores la seguridad que emplean un servicio con garantías? ¡Faltaría más! Pero ninguna regulación y monopolio propio de economías del siglo XIX lo garantizará. La liberalización llegará y es obligación de las administraciones de convertirla en lo más humana posible.
Es lógico que el sector del taxi se defienda y que las nuevas plataformas quieran desembarcar en Barcelona tal como ya lo hacen en todas las ciudades imitables del mundo. La diferencia reside en que en nuestra ciudad el Ayuntamiento Colau, lejos de anticipar el problema y buscar un remedio concertado entre las partes en disputa, ha hecho aquello tan nuestro de esperar que la sangre se precipite al río y verlo venir todo desde la poltrona de Sant Jaume a la espera de que la brisa del atardecer lo resuelva todo. En las ciudades donde este sistema ya funciona desde hace más de seis años, alguien pensó que sería bueno adelantarse a los problemas y dedicar unas horas a pensar en los usuarios. Aquí tenéis uno que agradece de buen grado la liberalización y que canta “Welcome back, Mr. Uber” pero que continuará utilizando los taxis públicos de nuestra ciudad con igual entusiasmo. No soy el único, por fortuna. Administradores, parad de atizar el fuego y buscad soluciones, que vamos tarde y el mundo va avanzando mientras hace la siesta.