Sabemos la historia, sabemos el final, sabemos el principio. Por lo tanto, no vamos al Teatro Romea a conocer una historia sorprendente, con giros inesperados o con un viaje a lugares desconocidos. Pamplona, portal estrecho de una casa, juzgados, cárcel. La historia es conocida y en todo caso son los archivos, las declaraciones, los expedientes judiciales lo que no se conocía con tanto detalle. Jauría ha tenido como guionistas involuntarios a los secretarios judiciales y las actas policiales, ya que cada frase que se recita es extraída de estos documentos oficiales (por mucho que seleccionadamente y no exhaustivamente). De modo que, si ya tenemos bien judicializada la política, en este caso también hemos llegado a judicializar el teatro. Asistimos a un espectáculo sobre versiones de unos hechos. Versiones oficiales y versiones personales. Y todas ellas, reales. Y algunas, seguro, más reales que otras. Y de ahí su atractivo.
Entradas agotadas, se siente, lleno absoluto. Lo atribuyo al alto grado de sensibilización social en nuestros días sobre estos temas, y en ningún caso en el morbo, pero me guardaré una sospecha sólo por si acaso. Nos encontramos, a pesar de cualquier sospecha, con una buena obra de teatro que sabe jugar fuerte ya no en la línea entre la ficción y la realidad, porque aquí de ficción no hay ni una migaja, sino en la línea entre un relato y otro.
El relato aquí no lo construye un dramaturgo con mucha imaginación, sino que son relatos confrontados en los que participan la visión de los hechos de los de la Manada con la de la víctima, y otra vez la de la víctima (sí, en juicio debe volver a vivir y explicar y tratar de explicarse), la de los jueces, la de los fiscales, la de los votos particulares y finalmente la del público. Todo el mundo se irá a casa con votos particulares o con eximentes parciales o con atenuantes totales y sobre todo con un deseado efecto espejo para entender, al fin y al cabo, cómo habríamos actuado nosotros en estas circunstancias y cómo puede suceder algo así. Y si la ley está bien hecha, y si los jueces han estado bien en ese caso, e incluso si ella dio a entender demasiadas cosas en la conversación en el pub. Sí, no lo nieguen: una vez hemos llegado a casa, lo hemos comentado todo sin tabúes ni limitaciones. Y también la hemos juzgado a ella, aunque haya sido para absolverla sin dudas, señoría.
Jauría ha pasado pocas semanas en Barcelona porque tiene prisa por girar, y es del todo comprensible: acierta el tema y acierta el tratamiento
La clave del éxito en este caso no es la historia, que nos ofrece pocas sorpresas, sino el tratamiento y la interpretación: el tratamiento, porque es de una gran potencia simbólica que los mismos agresores se vistan después con togas de juez, mostrando la claustrofóbica sensación de juicio permanente que sufren las mujeres en nuestra sociedad. Dentro y fuera de los tribunales. También está acertado, en sentido contrario, que la actriz que hace de víctima (una impecable Ángela Cervantes) después luzca la toga de fiscal con todas las puñetas correspondientes: la mujer, pues, acusa. Me pareció un recurso asombroso y magistral, que casi lo dice todo sobre la obra.
Ellos, no nos olvidáramos, también están muy finos: acabas empatizando (tanto hombres como mujeres lo podemos hacer) con ese tono sucio, chabacano, desenfadado e irresponsable que a menudo se mantiene entre grupos de hombres y que viene regado de una imprescindible cantinela de cachondeo andaluz. Hasta que, claro, la fiesta termina. Y se acaba en parte porque son cortos, porque son cortísimos, tan cortos que incluso explican al policía que están tranquilos porque todo está grabado en vídeo.
El escenario, una mezcla de prisión con barrotes y de rinconcito de tres metros en un portal: la prisión de ellos y la prisión inicial (e interminable) de ella. Jauría ha pasado pocas semanas en Barcelona porque tiene prisa por girar, y es del todo comprensible: acierta el tema y acierta el tratamiento, y crea una empatía muy directa tanto con los personajes que puedes odiar como con los que puedes amar. Me atrevo a decir que casi los acabas entendiendo (que no justificando) a todos. Los comprendes, los conoces, sabes qué les pasa por la cabeza o qué no les pasa por la cabeza. Te haces la fotografía, te haces el cuadro, te haces la composición. Después, como decíamos, el relato que cada uno se lleve a casa es cosa suya. Si no fuera que el problema es que es cosa de todos.