The Mountain - Jordi Soler Teatre Lliure
Un considerable elenco de artefactos tecnológicos es empleado por los actores de la Agrupación Señor Serrano para visibilizar la manipulación de las imágenes.

“La montagne n’existe pas”, y otras representaciones de la posverdad

La Agrupación Señor Serrano sacude al espectador en el Teatre Lliure a base de trampantojo, abundando en el engaño que encubre el engaño, y que en la era digital eventualmente se difunde en términos de fake news

The Mountain puede verse en el Teatre de Lliure de Gracia hasta el 28 de marzo, tras su éxito en la última edición del Festival Grec. Se trata de una obra problemática e inspiradora, ingeniosa y autorreferencial, que empuja al espectador a la toma de conciencia acerca de su posición con relación a una noción –la de “verdad”– que aun sonando a antiguo descubrirá, en el curso de la función, que necesita, o a la que no es completamente ajeno. El diagnóstico epocal, el punto de partida, es inequívoco: hoy en día circula información construida artificialmente, cuya supuesta veracidad avalan likes de dudosa procedencia (pueden proceder de cuentas creadas exprofeso o de bots). ¿Cómo distinguir la información veraz de la que no lo es?  En un momento de la representación, los artífices manifiestan que ellos mismos han realizado aquel ejercicio, consistente en difundir noticias inventadas, en nombre del proyecto. ¿Ello forma parte de la ficción teatral, o se trata de una acción realmente acontecida? El interrogante, más allá de posibles respuestas, revela la sospecha consustancial a la voz narrativa, al tiempo que pone el foco en la pregunta por aquello que otorga a un discurso credibilidad.

Un considerable elenco de artilugios tecnológicos es empleado por los cuatro actores de la Agrupación Señor Serrano para visibilizar la manipulación de las imágenes, perpetrada a conciencia con un drone y una batalla de cámaras que seleccionan una parcela de la realidad para ofrecer la imagen final. El carácter potencialmente tendencioso de la sinécdoque, pars pro toto, está detrás de la manipulación que, con otros medios —y probablemente otros fines— ya había practicado el arte barroco.

En cualquier caso, The Mountain acierta en mostrar que la materia sensible, real, se halla en la base de todo relato, por ficticio o artificioso que se crea. Conviven simultáneamente, en este sentido, la expedición británica para coronar por vez primera el Everest —quién sabe si verdaderamente exitosa— con la acción perpetrada por Orson Welles en 1938, cuando a través de las ondas radiofónicas representó un pasaje de La guerra de los mundos de H. G. Wells. Aconteció durante una noche de Halloween, pero eso no fue pista suficiente. Los oyentes experimentaron la certeza de que se estaba produciendo una invasión alienígena.

En el Teatre Lliure de Gracia se persona el propio Welles en varias pantallas, años después de aquella falsa alarma, explicando los propósitos de su travesura de juventud —desenmascarar la creencia ciega en informaciones no contrastadas—, en paralelo a la narración de la hazaña de George Mallory, el primero que podría haber escalado el Monte Everest en 1924. La montaña, aquella que pasa por ser “el techo del mundo”, es la metáfora de la verdad. La verdad total, absoluta, que su amada esposa, Ruth, quiere alcanzar con medios filosóficos. Ambos son escaladores, le escribe ella. Pero ¿existió realmente el intercambio epistolar? ¿Existió la propia Ruth? Afirmaremos que sí, pero quizá pueda sostenerse también lo contrario, pues no fue aquella su voz, verdaderamente, la que oímos. Acerca del cadáver de Mallory, encontrado hace unos años en estado de congelación, la voz en off advierte que sólo faltaba la cámara y la imagen de Ruth que llevaba el escalador. ¿Le podemos atribuir el mérito de su empresa sin evidencia gráfica? Y, de tenerla ¿sería suficiente garantía?

Las preguntas se atropellan en una espiral fascinante, al ver la manipulación a la que nos someten a conciencia los miembros de la Asociación Señor Serrano, recreando la destrucción de la guerra de los mundos con maquetas, filmaciones parciales y la acción de aquel engendro volador, con el acompañamiento como maestro de ceremonias de una imagen distorsionada del presidente ruso, después de que la voz narradora —la de la actriz que adopta su máscara digital— nos haya invitado a considerarla como jugador/a de beisbol a pesar de la evidencia de que viene practicando otro deporte. Nada más llegar a la sala, antes de ocupar sus asientos, los espectadores descubren a los cuatro miembros de la representación intercambiando golpes de raqueta con volantes que van y vienen, con el característico sonido del aire peinado y de la cápsula frontal impactando el suelo, cuando eventualmente cae.

La manipulación de la voz en off puede no ser nueva (la han cultivado con especial fruición creadores como Lars von Trier en Dogville o Manderlay, acompañando con falsa objetividad la interpretación de cuanto acontece) pero funciona, despierta el interés y atiza la reflexión. La novedad cabe hallarla en gran medida en los medios empleados en la ocasión y en cómo estos transforman el mensaje, sin que sepamos poner la frontera clara y distinta —por usar la expresión cartesiana— entre lo que parece ser y lo que es.

Desde una perspectiva científica, que no es en este caso traída a colación, podemos decir que la “representación de la realidad” es creída porque incluso la presentación —su percepción primera— es ya, a nivel neuronal, “representación”, como nos ha explicado Joaquín M. Fuster. Otros investigadores importantes en ese campo —pensemos por ejemplo en Antonio Damasio, autor de El error de Descartes–– demostraron que nuestro cerebro tiende a comprender la realidad a partir de imágenes, sin distinguir cualitativamente su procedencia, mediante de impresiones que pueden haber sido percibidas o fantaseadas.

La realidad percibida se equipara a la realidad imaginada en la representación que cada uno, por lo general inconscientemente, realiza. El poder del relato radica en esa manera de procesar la información, de la que ya habían hablado en términos críticos —delimitando el uso y la fe en la razón— pensadores modernos como Immanuel Kant. En este sentido, las indagaciones filosóficas se explicitan en The Mountain en el papel Ruth, quien llega a mencionar a George Berkeley, para evaluar la propiedad o relatividad de la realidad en la medida que es percibida. Cuando un árbol cae en medio del bosque, ¿qué sonido emite si no hay nadie que esté ahí para oírlo?  El juego del trampantojo —el equívoco inherente a la experiencia sensorial, que por otra parte nos suministra materiales para determinar lo que es, o lo que hay–– no es nuevo, como tampoco la universal tendencia a creer en los relatos que nos hacemos de la realidad, precisamente para comprenderla como tal.

La actriz y narradora, a través de la máscara digital que oculta parcialmente su apariencia, no sólo ofrece mensajes equívocos o falaces

Con un tono naïf podemos traer a colación el Ceci n’est pas une pipe de Magritte, o el aterrador “sombrero” dibujado por el narrador de Le petit prince en su infancia ante la profunda incomprensión de los adultos (se trataba de una boa, en proceso de digestión de un elefante). En el otro extremo, mucho menos tierno, podemos recordar la célebre pintura Los embajadores de Hans Holbein, que alberga la National Gallery londinense. Una calavera en anamorfosis rasga la tela de forma inadvertida, insinuando —para aquel que sepa posicionarse— la cara oscura de la empresa de los exploradores; lo que realmente espera a todos, también a aquellos que buscan fortuna o fama como para negarlo, para trascender a su tiempo o simplemente vivir mejor. En palabras de Heráclito el oscuro, “tierra excavan mucho y oro encuentran poco”, y en el camino que conduce al fin quizá hayan dejado ya de vivir.

Cavar la propia tumba sin saberlo, en el momento de máxima gloria. Hacer del ascenso de la montaña el fin, y el final de la existencia temporal. Metáforas de la búsqueda de una verdad absoluta y salvadora que, agudizando la crítica moderna, la posmodernidad ha substituido por una verdad máximamente relativa, o como “consenso”.  A modo de provocación —haciendo alusión a posibles insuficiencias de la democracia, especialmente en su vertiente digital— la narradora plantea una pregunta casi pueril, y sin embargo irresoluble: ¿una información con más likes es más verdadera que otra que nadie haya visto, leído o votado? De nuevo, Berkeley.  La actriz, con una máscara que oculta parcialmente su apariencia, no sólo ofrece mensajes equívocos o falaces. También practica la adulación, calificando a los asistentes de personas formadas, inteligentes, con espíritu crítico. Eso que suena falso —a esas alturas de la función— al mismo tiempo interpela un anhelo interior en cada uno de nosotros. Otra “verdad” que suministra, a contrapié, es aquella que dice que tendemos a identificar y quedanos con las certezas que confirman “lo que ya pensamos de las cosas”.

Obra The Mountain Teatre Lliure de Gràcia
La obra The Mountain se puede ver en el Teatre Lliure de Gràcia hasta el 28 de marzo, después de su éxito en la última edición del Festival Grec.

Saliéndonos de la fantasía, o abundando en ella desde otro lenguaje la neurociencia ha certificado que aquella manera de “pensar” —a base de pre-juicios inconscientes— tiene lugar por motivos de equilibrio psicológico y por tanto por tratarse de una ventaja evolutiva que facilita la autoconservación… a riesgo de falsear la realidad, con la noción de una única realidad. The Mountain rezuma un aroma absolutamente contemporáneo, en el actual contexto de infoxicación, pero al mismo tiempo refiere aquella tendencia propia de nuestra especie. Evoca tantas situaciones en que el sapiens sapiens —como ya señalara Nietzsche— demuestra el carácter profundamente instintivo de su racionalidad. Ejemplos, en suma, que ilustran el carácter artificioso de toda representación. O lo que es lo mismo, el cupo de ambigüedad que acompaña a la verdad, cambiante según la perspectiva o el plano de realidad que se adopte. O según los intereses.

Resulta especialmente glorioso, para concluir, el momento cuando uno de los pocos narradores que creíamos fiables, Orson Welles —respetado por su producción artística y por el propósito crítico de su manipulación, que él mismo expone delante de nuestros ojos— insiere en su discurso, con toda naturalidad y sin desentonar, la palabra “Facebook”. Y el colofón, aún más inesperado, si cabe: de la nada emergerá, finalmente, la montaña. Inconcebible. ¿O no? Al fin y al cabo, se trata de una representación, titulada —como sabíamos de entrada— The Mountain. Una insólita masa que parpadea, sobre la cual se proyecta la batalla de copos negros y blancos de las antiguas videograbaciones. Vibra ante nuestros ojos con una presencia clara y distinta. Y, sin embargo, perfectamente inexistente.