El combate del siglo pone en escena una versión subjetiva y ficcionalizada del histórico personaje Jack Johnson, el primer boxeador afroamericano que se proclamó campeón mundial de los pesos pesados a principios del siglo XX tras enfrentarse a Jim Jeffries, “la gran esperanza blanca”. La Beckett acoge hasta el 13 de junio la propuesta teatral de la dramaturga Denise Duncan, con traducción de Marc Rosich, dirección musical de Marco Mezquida y un elenco formado por Queralt Albinyena, Alex Brendemühl, Armando Buika, Andrea Ros y Yolanda Sikara. La sala recupera esta obra después de que la segunda ola la dejase fuera de programación, justo una semana después de su estreno a finales de octubre.
La historia de Johnson se remonta a la consiguiente ola de revueltas y linchamientos raciales en Estados Unidos, que lo sentenciaron y le obligaron a escapar del país con su mujer Lucille. Barcelona se convertirá en un segundo hogar para Johnson. Una ciudad que le permitirá llevar una vida de excesos, lujo y sufrimiento, acompañado por tres cabareteras mientras le acechan los fantasmas de su pasado.
La autora nos ha confesado que una de las cosas que más le ha fascinado del ejercicio de documentación y búsqueda en los archivos históricos ha sido adentrarse en la Barcelona de entre 1915 y 1918; un mundo “escondido y vox populi, que combina las cenas de lujo de la burguesía catalana con la sordidez de los cabarets y prostíbulos del antiguo Barrio Chino”. Personajes y espectadores recorren los locales más pintorescos, desde La Hechicera a La Pajarera, conocido actualmente como El Molino. Nos sumergimos también en la vida nocturna del Excelsior, uno de los principales escenarios de la obra, con guiños al sector adinerado de la sociedad barcelonesa y a miembros de la bohemia intelectual, como Josep Maria de Segarra o el poeta dadaísta Arthur Cravan, sobrino de Oscar Wilde, y con quien Johnson organizó un combate de boxeo en la Monumental.
El relato particular de Johnson permite a Duncan confrontar al espectador y poner sobre la mesa grandes temas. Temas tan complejos y dolorosos como el racismo, la violencia de género, la emancipación de la mujer, la marginación social y la dificultad de encontrar nuestro lugar en una sociedad injusta, sin caer en el moralismo o en un discurso pesimista. Estamos ante personajes fuertes e independientes que, pese a ser maltratados por otros y por la vida, no se dejan vencer, se apoyan mutuamente y se acompañan con esperanza. Cada actor escenifica, en cierto modo, las consecuencias de estas cargas y se convierte en abanderado de una lucha específica, sin perder por ello una personalidad compleja y profunda.
Es en este contexto que brillan momentos de gran intensidad emocional, como la escena del juicio de Johnson. Una de las más ensayadas por los actores, que —según nos comenta Duncan— “debe trabajarse desde el amor”. Como espectadores, vibramos con una escena que, a posteriori, descubrimos que corresponde en un 90% a palabras literales del expediente judicial del boxeador. Convocando las mismas frases, la ficción deviene fantasma y apela a nuestra responsabilidad moral. En palabras de Duncan: “Entiendo el teatro como un espacio de amor y reparación que permite construir un entorno de seguridad donde enfrentarse a situaciones límite”.
De este modo, el espectador consigue advertir problemáticas apenas conscientes, hasta entonces, y deshacer nudos. El humor y la ironía, que atraviesan toda la obra, actúan como elementos de descompresión de las escenas dramáticas. Son los momentos en los que decimos: “Ahora puedo reír, me puedo relajar”. Y es que El combate del siglo está lleno de pasajes ingeniosos y surrealistas. Se trata de un espectáculo en que todo suma: espacio sonoro, luz, vestuario y coreografías. Es una composición cuasi musical donde cada escena tiene un tono y suena de un modo determinado. Aparecen tanto canciones como When I get low I get high, d’Ella Fitzgerald o Nobody knows the trouble I’ve seen, como performances de Music Hall donde el doble plano narrativo convierte a los espectadores en actores mientras las cabareteras cantan y bailan entre el público.
El conjunto de recursos mencionados hace de esta pieza teatral un espacio que nos invita a la reflexión de nuestra sociedad desde un discurso realista y, a la vez, esperanzador. Es por todos estos motivos que vale la pena dedicar una noche a adentrarse en las profundidades de La Beckett y dialogar con la propuesta dramatúrgica de Duncan. Y es que, como dice Johnson con su franca sonrisa: “Un round son tres minutos, y la vida son tres días”.