Flores, flores, flores

Caminar por Las Ramblas, ahora, es otra cosa. Ya no tropiezas con los camareros (a la vez que culturistas) que esquivan coches con la bandeja llena de cervezas de litro en la mano, para llegar al turista sentado en la mesa en el medio del paseo. Los carteles con las diversas paellas precocinadas (incluyendo la que lleva frankfurt) se amontonan en algún almacén o en el lavabo. Los carteristas ya no pueden camuflarse entre los paseantes. Las estatuas humanas quién sabe dónde están.

 

Caminar por Las Ramblas ahora me causa “nostalgia ajena”, que sería una variante, agradable, de la “vergüenza ajena”. La nostalgia ajena es una nostalgia por poderes. Nostalgia de lo que no has experimentado. Me hubiese gustado vivir ese tiempo en que comprar flores era de lo más normal. A principios del siglo XX, cuando las mujeres y los hombres se prendían un ramillete en la ropa, como si fuera una joya. La era de canciones como Nardos  (“No cuestan dinero y esto es lo primero para convencer”) o La violetera  (“cómpreme usted este ramito, pa lucirlo en el ojal” ). Me gustan los puestos de las floristas, tan pequeños y recogidos, llenos de flores de colores furiosos. Me gusta, cuando me invitan a cenar a una casa, obsequiar con un ramo de flores. Me encanta ver cómo la florista lo prepara, igual que me encanta, cuando voy a la papelería a comprar cuadernos, ver cómo los envuelven los dependientes, con esa maestría y costumbre.

Hay dos escritoras, muy diferentes entre sí, que me gustan mucho: Mercè Rodoreda y Dorothy Parker. Ambas tienen algo en común: comparten un gusto por las flores que siempre está presente en sus páginas. De Dorothy Parker siempre recuerdo el cuento Un permiso fantástico (Pedro Almodóvar, digamos, le “rindió un homenaje” en  La flor de mi secreto). La mujer espera al hombre, que está en la guerra y vendrá de permiso. A pesar de la escasez de comida, la mujer compra flores para decorar la casa. Este gesto que hace, lleno de culpa, es lo que me enamora. A ella le parece más importante que haya flores frescas en el apartamento que comida. Porque sus flores son belleza. Porque su belleza es la civilidad.

Woody Allen vino a Barcelona para rodar esa película donde los personajes vivían en La Pedrera y los pintores, cuando salían a tomar algo en Els Quatre Gats, seguían llevando puesta la camiseta manchada de pintura. Lo primero que hizo, para la escena en Las Ramblas, fue pedir a los atrezzistas que la vaciaran de turistas y llenaran las floristerías de flores. De muchas más flores. Siempre perdono a los conductores que se detienen en doble fila para comprar en las floristerías de la calle Valencia. Cuando voy al Mercat de les Flors, en el teatro, siempre pienso en este nombre, que nos indica el uso primigenio del espacio. No sé si la edulcorada película Notting Hill (hay quien pronuncia “Nothing Hill”, como si se tratase de La Colina de la Nada) también estaba llena de flores. Dicen que la Covid quita el sentido del olfato. Cuando todo esto acabe, tenemos que volver, disciplinados y muy alegres, a oler flores.