Anita y los Shark, en una de las principales escenas de West Side Story. © Amblin | 20th Century Studios

West Side Story, desde el suelo

Steven Spielberg y Tony Kushner nos regalan una versión más violenta y realista de West Side Story carente, sin embargo, de la ambición musical que pide la maravillosa partitura de mi adorado Leonard Bernstein

En 1961, Robert Wise y Jerome Robbins iniciaban su adaptación cinematográfica del musical West Side Story con unas reposadas vistas de pájaro de un esplendoroso Manhattan, desde el Battery Park hasta el noroeste de la ciudad pasando por el Empire State Building, en un pórtico como para quedarse boquiabierto que viajaba del cielo a la tierra de la capital mundial. El filósofo Peter Sloterdijk nos ha explicado que una de las muchas consecuencias de los atentados del 11-S fue la conversión del cielo neoyorquino (y, por contagio iconográfico, de la mayoría de los horizontes que se contemplan desde cualquier ciudad) de paraíso de sosiego a fuente de un peligro mortífero. Viendo de nuevo el primer West Side Story, y por ingenuos que sean nuestros ojos, no podemos evitar pensar que esa panorámica ideal y la ilusión de aquella ciudad perfecta (aunque conflictiva) son las mismas imágenes que Mohamed Atta contempló antes de empotrar el American Airlines Flight 11 en la Torre Norte del World Trade Center.

No es casual que dos genios como Steven Spielberg y su ojo clínico Tony Kushner hayan rehuido bien conscientemente el cielo neoyorquino y empiecen su adaptación de la obra maestra de Bernstein, Sondheim y Laurents desde el suelo, concretamente desde los escombros de ladrillos que se agolpan en el esqueleto de un barrio paupérrimo en demolición donde debe construirse el futuro y glamuroso Lincoln Center (para los que somos neoyorquinos y bernsteinianos, la ironía es evidente; en la futura plaza en cuestión se edificará el Avery Fisher Hall, sede de la Filarmónica de Nueva York que Bernstein convirtió en una de las mejores orquestas del planeta). Desde el primer travelling, que es el más importante del filme, Spielberg nos informa que la lucha entre Jets y Sharks se filtrará en el marco de la violencia implícita en una transformación urbanística que expulsa a la gente más desdichada de los barrios cochambrosos donde nacieron.

Para quien busque comparaciones anacrónicas, esta reconversión ciudadana (que en Nueva York tiene el nombre del profeta Robert Moses y su acmé justo tras la Segunda Gran Guerra) tiene equivalencias en la radical transformación barcelonesa preolímpica que impulsó Oriol Bohigas y que arrasó, a menudo con un exceso de racionalismo estalinista, todo el frente marítimo de nuestra ciudad. Tiene gracia, insisto, que un icono del capitalismo como Spielberg lea de forma intencional West Side Story desde una óptica prácticamente marxista, porque más allá de la tensión racial que existe entre los ciudadanos de la Nueva York más paupérrima, que todavía la hay, el subtexto de esta nueva versión es que las luchas entre bandos que subsisten en una ciudad fantasma es aún más desaforada y ridícula debido a que todos los pandilleros son un grupo de desgraciados que viven a punto de afrontar un éxodo urbanístico.

Leonard Bernstein y Stephen Sondheim ensayan con el reparto original de West Side Story en Broadway. © Friedman-Abeles. The New York Public Library for the Performing Arts.

Tiene gracia, en definitiva, que Spielberg haya teñido la obra maestra de Bernstein de un olor escolástico de izquierda, vislumbrando una ciudad y un país que preludia la desaparición de la clase media y un mundo en el que las ciudades serán el lugar donde se demostrará más evidentemente la separación entre los muy muy ricos y los muy muy pobres. Si sois nostálgicos de pro, os sorprenderá por ello que los protagonistas de la lucha, Mike Feist y David Alvarez, tengan un aire mucho más quinqui y menos estilizado que sus respectivos padres Russ Tamblyn y George Chakiris, y también comprobaréis en breve como, en las escenas de lucha, los actores-danzantes se zurran prácticamente en serio, no como en los anteriores balés. La tesis de fondo, insisto en la ironía, es el marco de una violencia agónica que tiene mucho más que ver con la frustración de tener poco dinero en el bolsillo que con ningún tipo de tirria racial entre bandos.

Spielberg sigue siendo un genio de la cursilería. Es una lástima que se pase de frenada y de azúcar con un One Hand, One Heart rodado en una capilla de los Cloisters y un America que transita demasiado artificialmente de la casa de Anita a la pachanga de toda una calle empachada de coreografía. Resulta una pena penita pena que el magnífico trabajo que el director realiza con Rachel Zegler como María sea tan mal correspondido por Tony de Ansel Elgort, un sosainas que adormecería a las piedras, más inofensivo que un político procesista. Pero la principal –e inexplicable– tara de la nueva versión spielbergiana es que, en términos generales, está bastante mal cantada. Escribo inexplicable porque, a estas horas de la peli, West Side Story es un clásico de la historia de la música que incluso sabe entonar mi tía. Que escenas maravillosamente rodadas como las de la comisaría o la de la lucha final nos entren mal en los tímpanos es imperdonable.

Spielberg sigue siendo un genio de la cursilería. Pero la principal –e inexplicable– tara de la nueva versión spielbergiana es que, en términos generales, está bastante mal cantada.

Es una pena, insisto porque esta nueva versión tiene escenas de piel de gallina, como la sexísima Tonight rodada en una típica escalera de incendios neoyorquina (en la que Spielberg salva genialmente la diferencia de altura física entre los dos actores) y también la originalísima perversión de hacer cantar Somewhere (un número expansivo pensado para la pareja protagonista) a Rita Moreno, que lo convierte en un aria íntima de una sensibilidad extrema, pensada también como consuelo de los que viven la ciudad desde abajo. Qué gracia, insisto, en que los directores de cine criados durante la expansión económica yanqui de los 80/90 ahora se nos estén convirtiendo en espíritus pseudo-marxistas. Filosofadas a parte, precipitaros al cine a ver esta nueva versión de West Side Story. Sobrevive, aunque con falta de vibrado y diapasón, el espíritu de mi ídolo, del músico que me ha hecho músico, de mi dios particular, my dearest Lenny.

La banda de los Jets, en la película de Steven Spielberg. © Amblin | 20th Century Studios