Hace un año, ahora mismo, estábamos confinados. El estallido de la primavera nos pilló tras los cristales de la ventana, añorando el olor y el color de las plantas. La madreselva, el polen en el suelo, los melocotoncitos pequeños en los árboles frutales, las dimorfotecas en todos los tiestos, o esa planta —como me gusta— que ves en tantos jardines, que parece una escobilla de váter roja y que se llama, claro, limpia biberones. Ahora no, ahora podemos salir. Ahora la ciudad vuelve a estar llena de gente que compra, huele, y sale a cenar. Y hemos perdido el hábito, que es un hábito que teníamos, supongo, de esquivarnos entre nosotros, de caminar como hormigas ajetreadas, cada una su ruta, sin estorbarnos. Estupefactos, nos sorprende cuánta gente hay en la calle, sin pensar que, siempre, la gente también somos nosotros.
Camino deprisa, siempre me lo han dicho, me cuesta caminar despacio. Sé que este es un reproche que hacen algunos monologuistas y algunos ecologistas a los de ciudad. “La gente tiene mucha prisa en Barcelona! ¿Se les escapa el tren? ¿Por qué andan tan rápido? “. Bueno, a veces sí, sí que se les escapa el tren, pero ¿por qué no se quejan nunca de que alguien camine despacio? O que camine despacio en compañía, ocupando toda la acera. O que camine despacio, en compañía, ocupando toda la acera, cogiéndose de las manos.
Ya he perdido la paciencia para esquivar. Ya me cuesta la multitud. ¿Me costaba antes? Diría que no. La Plaza de Catalunya y el Portal del Ángel, la calle Petritxol, las galerías “del camello”, la Rambla… Todos estos lugares siempre estaban llenos de gente, gente que miraba, que bailaba, que esquivaba la Guardia Urbana, que entraba y salía de las tiendas…
“Hay demasiada gente”, digo, después del paseo con mi hija, en busca de un bañador para las colonias que, este año sí, podrán hacer. Y no me doy cuenta que yo también soy la gente, que también molesto, que quisiera que no hubiera nadie y que fuera yo la única que ha tenido la idea de ir a comprar el bañador. Que no he sido la única lo demuestra el hecho de que en el Oysho, la tienda de ropa interior, han puesto taburetes, como de barra de bar, para los que se esperan, pacientemente, fuera del probador.