Se da un curioso fenómeno en las ciudades: a todo el mundo le encanta ver fotografías antiguas, películas de filmoteca, noticias de color sepia o imágenes de hemeroteca. En las ciudades, el paso del tiempo es curativo. Visto con la perspectiva de los años, la vida de los estibadores del puerto, los hombres con sombrero de copa haciéndose ver en el Paseo de Gràcia o las grandes obras de las Olimpiadas que transformaron la Villa Olímpica, se convierten en auténticos espectáculos que hacen repensar la ambición de los planes colectivos, el cómo se han transformado las sociedades y hasta qué punto las calles que pisamos las debemos a los esfuerzos ingentes y a la audacia de las generaciones anteriores.
Perfiles de Twitter como El Boig de Can Fanga, Efemèrides d’arquitectura, Històries de Barcelona, Barcelona Singular, o la sección Va passar aquí, de Betevé, realizan una labor de investigación y divulgación que apela a muchísimas personas con intereses muy varios. A mí, por ejemplo, me encanta, de vez en cuando, salsear por Internet y descubrir historias de grandes espacios que en su día se transformaron y de las personas que los crearon.
Es un ejercicio de optimismo colectivo y de cierta humildad histórica, porque visto en perspectiva, nosotros también seremos un día las imágenes a baja resolución en una pantalla de algún pariente lejano. Y por lo general, las transformaciones de Barcelona han sido mayúsculas. Sorprende que con muy pocos medios mecánicos y una energía bastante de andar por casa, la ciudad de finales del XIX y principios del siglo XX se transformara con la magnitud que estos testigos gráficos constatan.
Gracias a estas transformaciones, la ciudad de Barcelona tiene hoy mejores calles, unas playas públicas, grandes parques artificiales y una red de metro y trenes muy digna.
Las obras siguen siendo un espectáculo para mucha gente. Siempre que puedo, me detengo a tomar fotografías de los lugares en transformación y conservo algunas imágenes magníficas de cuando se empezó a derribar el tambor de Glòries. Había unas grandes máquinas amarillas y un buen número de señores mayores junto a la valla, que se lo miraban incrédulos y como diciendo “¿Queréis decir que acabará bien todo esto?”. Y está quedando bastante bien, porque el parque está siempre lleno hasta los topes y la vegetación empieza a verse más que el asfalto.
Pero hace diez años, recordémoslo, los titulares y los partidos de la oposición decían de todo en contra la transformación de Glòries. Que habría un caos circulatorio, que una plaza verde sólo contribuiría a separar los barrios en lugar de generar vida urbana, que era un espacio demasiado grande para permanecer vacío y sin edificaciones… Que debía preservarse la estructura del anillo de hormigón, cortado al tráfico, como vestigio de la época olímpica… Se habla muy poco de la realidad que tenemos hoy, pero de hecho, la de Glòries es la única Supermanzana creada desde cero en Barcelona, porque para poder derribar el anillo hubo que conectar calles que antes, simplemente estaban interrumpidas por la gran rotonda.
Todo esto lo escribo porque creo que el oficio de la construcción está totalmente desprestigiado. La crisis financiera de 2008 y el estallido de una economía basada en el ladrillo han marcado una opinión pública muy sensibilizada con el exceso de grúas y excavadoras. Y, también, la carencia de controles sobre la obra pública, que durante muchos años fue una fuente de financiación de partidos y de ingresos extraordinarios para constructoras y proveedores de materiales.
Afortunadamente, las instituciones cambian y los nuevos mecanismos de control deberían poder fiscalizar mejor todas estas transformaciones. Porque seguimos necesitando grandes transformaciones. La ciudad se transforma porque las prioridades de los ciudadanos también lo hacen de forma rápida y constante. Y para lograr tener unas ciudades más verdes, espacios menos antropizados, y calles menos dependientes del coche, habrá que seguir poniendo los modelos urbanos boca abajo.