Tavascan Hotel Marxant
Tavascan, rincón en el que se esconde el hotel Marxant.

Un “pixapí” en can Marxant

He cometido muchas (y ridículas) heroicidades por amor, como por ejemplo subir a un tren de Rodalies o compartir un menú vegetariano. Hace unos días, mediante ese tono de voz afable y sinuoso que las mujeres emplean para imponer su albedrío, Alba me propuso pasar una semana de vacaciones en la montaña.

Mi querida costella desconocía, aunque podía imaginárselo perfectamente, el odio y la repugnancia ancestral que siento por los caminos de piedra y las alturas en general: de pequeño, mi padre y mi madre pensaron en apuntarme a unos campamentos de verano cerca de un pantano montañoso (experiencia que recuerdo con un profundísimo y doloroso enfado, no sólo por las espantosas actividades deportivas que se ofrecían ahí, sino también por la nefasta presencia de una banda de monitores simpáticos enchufados a una guitarra, con las consecuentes e insufribles canciones). Pero accedí, finalmente, con la esperanza de que en el Pirineo encontraría al menos temperaturas afines a mi espíritu invernal.

Después de pedir ayuda en Twitter, el colega y chef Jan Farrus me recordó la existencia de Can Marxant, su hotel en Tavascan. Nada más llegar al Pallars Sobirà, esa tierra que tanto había despreciado me regaló el alivio de una rasca por la que habría pagado todo el oro del mundo. Escapar del espantoso calor barcelonés hubiera sido un motivo suficiente para visitar durante unos días este rincón de mundo, pero en Can Marxant se encuentra una lección de hospitalidad extraordinaria. Jan ha recogido todo el esfuerzo de su abuela Maria (emperatriz de un huerto excepcional) y de su padre Ricart; estas generaciones fructifican en la excelente cocina de un chef que podría comandar cualquier gran restaurante de Barcelona, ​​pero que ha decidido explicarnos que no hay ambición más productiva que amar el propio hogar. Si visitáis Can Marxant no tendréis tiempo de experimentar ningún deseo porque Jan y su familia ya os lo pondrá en la mesa. Si os dejáis de mandangas y venís a Tavascan, aparte del frío, encontraréis tres generaciones de excelencia hostelera difícilmente igualables en otro lugar.

Jan Farrus, un chef que podría comandar cualquier gran restaurante de Barcelona, ​​pero que ha decidido explicarnos que no hay ambición más productiva que amar el propio hogar

Sólo así puede explicarse que, aparte de pasar horas leyendo tranquilamente en la terraza de Can Marxant (y contagiando a la parroquia con el humo insoportable de mis puros), Jan haya conseguido que servidora mueva el culo hasta el bellísimo estanque de Naorte y se dirija a la cima del refugio de Certascan (un lugar demencial que sobrevive cerca de los 2.300 metros de altura y donde sus espléndidos vizcondes te sorprenden el estómago con unos correctísimos canelones de espinacas). La escena fue admirable: subí a la montaña vestido de pixapí prototípico, prácticamente como si fuera a comprar la ensaimada matinal en Can Brunells, y con las zapatillas callejeras y mi jersey marca Iaios que debía ser detectable desde Marte. Al verme saltar lleno de júbilo en un pequeño estanque para sumergirme en el agua helada del río de Lladorre, Alba me miraba como si le hubieran cambiado el saldo con quien vive: “Si me llegan a decir que haría esto contigo nunca me lo hubiera creído”, me recordaba mientras nos jartábamos de nuestro pequeño viaje devorando una tortilla de patatas realmente antológica.

Hemos vivido el lujo y visitado los mejores hoteles del mundo. Pero a estas alturas de la película, a servidor le excitan únicamente las cosas que provienen del amor y se hacen de verdad. Hace días llegaba a casa de Jan buscando sólo la experiencia sideral de abrigarme. Ahora que estoy a punto de largarme de aquí, la visión de llegar a Ciutat Vella y seguir viviendo entre el aire de fuego y las calles ensuciadas me parece una prospectiva tan asquerosa como los campamentos de verano que me torturaron de pequeño. Hay que venir a esta tierra, no sólo por sus aires, sino sobre todo para comprobar cómo nuestros prejuicios se deshacen con el paso del tiempo como esos tomates de huerto de Maria tan siderales que ya forman parte del cerebro de mi paladar. Mientras el sol arda, volveremos a Can Marxant. Y si no lo hace, también.