Con la muerte de Ferran Ferrer, ex gerente del Ayuntamiento e impulsor de la campaña Barcelona, ponte guapa, han aparecido en los medios varios vídeos que nos recuerdan la época donde el hecho de estar “guapa” no chocaba, como eslogan, con la llamada corrección política y donde Barcelona salía de una ancestral tendencia a la fealdad y la suciedad. Especialmente enfocada hacia el paisaje y la rehabilitación de fachadas, la campaña que comenzaba en 1985 (y que después derivó en la creación del actual Institut Municipal del Paisatge Urbà i Qualitat de Vida, un organismo previsto para la colaboración público-privada) fue un éxito y supuso un gran impulso para la autoestima. Barcelona, con los años, se ha convertido en efecto en una ciudad guapa. Guapa en ambos sentidos: el atractivo estético y el atractivo social, de moda, de “molar”. En ese sentido, misión más que conseguida.
El problema de la gente que “mola” es que muy a menudo acaba abandonada. O que, justamente mientras “mola” tanto, se siente profundamente sola e incomprendida. El equilibrio es difícil, lo sé, porque el precio del liderazgo es a menudo el de la soledad y el desprecio, o ser evaluado solo por la fachada. Cuando los modernistas imaginaron la ciudad más locamente creativa del mundo, ya contaban con este riesgo, sin duda, y un fervoroso admirador del modernismo como un servidor es muy consciente de que toda una ciudad no puede permitirse parecer un parque de atracciones con dragones y princesas. Barcelona tiene el privilegio de contar con un templo de altura hiperbólica y con una arquitectura única y amable, pero, evidentemente, no todo puede ser fachada comestible, y no se puede proponer a la gente hacer vida en un templo.
Barcelona, aparte de guapa, debe ser eficiente y eficaz y simple y accesible. En este sentido, me temo que la guapa se ha quedado guapa. Como una Miss Universo sin amigos, pero con millones de admiradores. O como una novia infeliz. Barcelona la desea mucha gente, pero no tanta gente sabe quererla, porque se ha convertido en demasiado compleja. Demasiado difícil. Quizás incluso demasiado concentrada en ser la guapa, en “molar”. Y a estas personas, a menudo la gente las acaba abandonando.
Insisto en que el equilibrio es difícil, lo sé: pero nunca será una historia de éxito la de una ciudad que se presenta fantástica para invertir en ella, para pagar un apartamento millonario, para asistir a las mejores ferias y para hacer fiestas en los mejores “rooftops”… pero que se presenta incapaz de preservar a la gente de siempre, que resulta inaccesible para sus ciudadanos e inviable para sus pequeños negocios y que, con tanta impostura universalista y frívola, acaba abandonando el carácter, la lengua, la identidad y la sencillez. Lo que, en cambio, sí supieron recoger los modernistas desde el primer momento: una arquitectura no solo al servicio de la belleza, sino también al servicio del carácter barcelonés y lo que le hace único. Ahora, en cambio, hemos asociado belleza a los cánones de fuera y a lo que nos exigen los demás, y de ahí que Barcelona se aboque, cada vez más rápidamente, a una flagrante y todavía indefinible, pero notoria, fealdad.
Después viene la fealdad explícita, la del mal gusto, la de las plazas duras transformadas en supuestas Supermanzanas, la de la falta de espacios verdes (por mucho que se les llame “verdes”), la de los pisos del Raval donde viven ocho familias o la de los delincuentes que ensucian la imagen de las calles. Hay una Barcelona que tras la fachada esconde fealdades que se suponía que habíamos venido a desterrar, como la fealdad de los desahucios injustos o la del cierre de los establecimientos clásicos por imposibilidad de pagar el alquiler.
Hemos asociado belleza a los cánones de fuera y a lo que nos exigen los demás, y de ahí, que Barcelona se aboque, cada vez más rápidamente, a una flagrante y todavía indefinible, pero notoria, fealdad
El Institut Municipal del Paisatge i Qualitat de Vida pasa a ser, simplemente, un área de recreación paisajística y la calidad de vida queda para quienes puedan permitírsela. No se trata de buscar ninguna perfección, todo el mundo tiene un culo, e incluso el culo más lindo contiene porquería. Se trata de prioridades: olvidando a su gente, su esencia, su forma de ser y la viabilidad de su bienestar, Barcelona se convierte en un buen eslogan y un buen maquillaje pero una ciudad demasiado visiblemente perdida, desnaturalizada y sobrepasada. Lo último que necesitamos, en estas circunstancias, es el imperio de la fiesta y la frivolidad. Pero tenemos lo que merecemos, supongo.