A lo largo de la historia, la identidad europea es una pregunta que surge como una inquietud, especialmente ante la amenaza de conflictos bélicos. Dicha pulsión de reflexionar sobre el propio carácter no es patrimonio único de los habitantes del Viejo Continente; cualquier colectividad se apresura a definirse cuando intuye cañones y artillería. Pero nuestro gran macro-estado europeo tiene mucha más mili que el resto de países del planeta y, a base de sufrir conflictos globales y de sus consecuentes problemas éticos, los europeos hemos terminado transformando la crisis de identidad en una de nuestras marcas antropológicas. Como ya insinuó George Steiner en el archifamoso –y algo sobrevalorado– La idea de Europa (disponéis de una versión excelente de Víctor Compta en Arcadia), el europeo es básicamente una persona eternamente ansiosa por averiguar su identidad y que disfruta sufriendo por un colapso que intuye cercano.
Durante los felices años 90, con el auge testosterónico de los Juegos Olímpicos y el brutal crecimiento económico estatal, la izquierda española lo tuvo fácil para implantarnos en la neurona la idea de un cosmopolitismo europeo basado en la mistificación de las ciudades. De aquí surge parcialmente este texto de Steiner, una apología de los cafés (aquellos lugares donde a los europeos nos gusta debatir, conspirar y compartir secretos) y de las ciudades rebosantes de estatuas donde, en cada rincón, uno se ve obligado a dialogar con la pesadez del pasado. Barcelona, decíamos en aquellos tiempos, es una ciudad europea, porque hay terrazas a punta pala y está llena de monumentos con señores a caballo, murallas y etcétera. Poco importa que no tuviéramos ni la más reputa idea de quién montaba el equino ni por qué se habían construido (o recuperado) sus muros.
Lo importante, según toda aquella palabrería, era que nosotros podíamos sentirnos ciudadanos de un entorno cultural común; un barcelonés era, básicamente, un individuo que compartía los mismos hábitos que un parisino o un milanés: le placía el vermut (pues comer tarde es cosa castellana y de gente que sestea) y pasar la tarde en el Ateneu leyendo a Proust o la prensa europea, porque todo aquello que afecta nord enllà acaba repercutiendo en las contingencias de nuestra calle y blablablá. Ahora tanto da si esa imagen idílica es falsa porque, aunque intuimos los requisitos de Steiner como algo azucarado, hay que poner de manifiesto que ni la nostalgia ya es lo que era. En mi barrio, los cafés sólo son oficinas donde la peña va a currar un rato con el laptop a cambio de pagar un doppio de siete euracos (y si alguien encuentra una terraza donde te permitan tomar un café y charlar un ratito, ¡que nos avise!).
El otro día paseaba admirando A Francesc Layret, el conjunto de estatuas de Frederic Marès que monopoliza la Plaza de Goya de nuestra ciudad. Como ocurre en la mayoría de monumentos y espacios escultóricos de la Barcelona, nuestro Ayuntamiento lo tiene todo descuidado: ni rastro de aquello que los cursis llaman musealizar una obra de arte (poner una simple etiqueta con el autor, vaya) y el entorno ajardinado de la escultura daba auténtica pena. Pasando por ese camino no sólo sientes poca necesidad de enfrentarte al pasado, sino más bien de pasar de éste olímpicamente, rezando que las palomas no defequen en tu testa. Del resto de rasgos europeos imaginados por Steiner –a saber, Europa es un entorno donde la naturaleza está hecha a escala humana, en el cual los ciudadanos son hijos del racionalismo griego y de la espiritualidad judía– ni me atrevo a hablar, pues Barcelona hace de mal pasear y mira más bien poco a Atenas y a Jerusalén.
¿Alguien osa identificar Barcelona como una ciudad europea? ¿Nos interpela, aunque sea a base de criterios absolutamente démodé, sentirnos europeos? Son preguntas interesantes para hacerse ahora que sufrimos la matraca aburridísima de los partidos con ocasión de los comicios continentales y que estamos a punto de contemplar un viraje aislacionista de la mayoría de estados del Viejo Continente. Escribo intuitivamente y a base de una estadística de andar por casa, pero diría que no conozco ni un solo conciudadano de mi generación que se declare europeo, y diría que esta sensación aumenta aún más en generaciones más globalizadas que la mía como son los millenial o los zetistas. Tampoco sé si ésta es una mala noticia. Lo único que puedo decir, hoy por hoy, es que el único lugar de Barcelona que conozco dónde puedes tomar tranquilamente un café sin que te miren como un extraterrestre es el Jardín Romántico del Ateneu.
El adjetivo del Jardín siempre me había parecido espantosamente cursi. Pero ahora le entiendo mucho mejor.