¿Quién no pasará frío este invierno?

Una cosa es hablarlo en verano o en primavera, pero otra cosa distinta es hablarlo ahora, que llega el frío. No es lo mismo preguntarse hoy “cuánta gente no podrá pagar la calefacción este invierno” que hacerlo en agosto. El precio de la luz está disparado, más que nunca, y no todo el mundo acaba de entender por qué.

Tenemos sanidad pública, escuela pública, tele pública, pero la luz es privada. Yo diría que la luz (la luz para cocinar, para ducharse con agua caliente, para tener calefacción y no quedarse con las manos entumecidas a las siete de la tarde) es un derecho fundamental. La pagamos, pero, como el transporte, debería tener un precio razonable. Dios hizo la luz, pero los recibos son para nosotros, o eso parece.

Quien ha pasado frío de pequeño, en casa, por pobreza, no lo olvida nunca. Se le queda clavada esa sensación de encogimiento, de muchas capas de ropa, de la tortura de levantarse, de noche, para ir al lavabo.

Pronto veremos los anuncios de calefacción, con esas casas de parquets preciosos, sofás blancos, perros lanudos y niños echados en el suelo haciendo los deberes tan a gusto. Encenderemos las luces de las calles, por Navidad, porque no hay nada más bonito que la luz.

Recuerdo la película El hombre que amaba a las mujeres, de François Truffaut. El protagonista, Bertrand, consigue una cita. Y se pone tan contento, tanto, ahí en su habitación de hotel, que lo que hace es encender todas las luces. La del techo, la de la mesilla, la del lavabo… Es una escena preciosa que resume muy bien la felicidad. Ningún niño de esta ciudad debería pasar frío dentro de casa.