Más allá de la genialidad de los compositores de la tradición occidental y del fandom contingente que se tenga por el tenor o la soprano de turno, la ópera se ha mantenido como forma de arte durante más de cuatro siglos debido a su inigualada capacidad de mostrar los contrastes político-sociales de un entorno concreto para transformarlos en sonoridad y teatro. Ello surge del mismo repertorio (pensad en cómo Mozart expone las tensiones de clase derivadas del feudalismo que resultan en el imperfecto contrato social del siglo XVIII o cómo Verdi expone la lucha de los individuos para sobrevivir en entornos de sórdida opresión), pero también de los propios escenarios; la salmodia viene a cuento especialmente por el Liceu, un equipamiento de trascendental historia sonora que también ha sido, y es bueno que siga siendo, un espejo de las tensiones de poder, también de las económicas y estéticas, de esta tribu nuestra.
Pensaba el pasado miércoles mientras contemplaba el inacabable desfile de representantes públicos, celebrities, wannabes y miembros de la cultureta barcelonesa en general que poblaban la platea de este season opening liceísta, un público que –en una inmensa mayoría– no volverá al teatro en su vida y que, de hecho, aprovechó el entreacto de este Don Pasquale para largarse corriendo de la platea e ir a cenar al Baccaro. Comprendo perfectamente que los responsables del teatro quieran emular experiencias similares en Madrid o Nueva York, pero diría que (aceptando algunas concesiones al Gran Hermano de las redes), la primera representación importante de un teatro público debería tener algún gesto de mayor calidez con sus abonados. Estamos en tiempos de contrastes, en efecto, y el presente marca que una ópera estrenada en 1843 se intente publicitar vía instragrammers para quienes Donizetti es un simple hashtag.
No me cuento entre los puristas que refunfuñan cuando se intenta abrir un teatro como el Liceu a públicos áfonos y considero que, de vez en cuando, va bien poner un poco de glamour en una cultura habitualmente mortuoria y martirológica como la catalana. Pero el contraste entre la brillantina de la representación de este Don Pasquale y la primera función de abono (con muchísimas butacas vacías) debería remover las mentes pensantes del Liceu: algo no va bien. A su vez, rascando un poco en lo que llamábamos política musical, también sorprende que una inauguración de apariencia fastuosa se realice con una ópera mediocre y secundaria dentro del canon de grandes títulos (incluso si la comparamos con otras piezas maestras del autor), en una producción muy bonita (pero alquilada de París, Londres y Palermo) y con un director titular que, pese a quien pese, no es un maestro apto para dicho género.
El Liceo debe pensar en todo esto si quiere hacer honor a su razón de ser; insisto, a riesgo de hacerme pesado, la de un teatro público que forme el gusto de los aficionados a la ópera asegurando la pervivencia del patrimonio sonoro nacional. En eso también hay contrastes y cambios en positivo, y yo que me alegro, porque también resulta muy trascendental que la primera ópera de la temporada en el Liceu exhiba un espléndido cast de voces del país. Durante años ha sido la excepción; espero que en adelante configure la norma, como ocurre en muchos países del mundo. Así nuestra soprano Sara Blanch, que se zampó el rol de Norina con una gracia seductora y facilidad técnica impecables: tenemos una cantante que puede sobresalir en esta ópera en cualquier teatro del primer mundo, y hay que celebrarlo e viva voz . Cuando se dan oportunidad a los talentos, y se los sitúa en los papeles adecuados, los resultados llegan tarde o temprano.
Diría que Blanch fue lo mejor de la noche, con justicia, pero lo del tenor donostiarra Xabier Anduaga es algo muy serio. Hacía mucho tiempo que una voz no me sorprendía como ésta, y no sólo por su facilidad de emisión, sino por un fraseo exquisito y un elegantísimo canto. No me extraña que Anduaga empiece a globertrottear por muchos teatros del mundo; pero yo le aconsejaría a él (ya su mánager) que sean sabios y no caigan en la trampa de multiplicar a los Puritani y las Lucias como si no hubiera mañana, que hay demasiados tenores con una carrera excelsa de diez años que acaban mudos y directores de escena. Filonczyk fue un Malatesta magnífico en el terreno actoral, aunque la voz del polaco no sea excesivamente redonda. Lo que tiene mérito en serio es lo de Carlos Chausson: cantar con 72 tacos este rol aún con un trueno de voz y un estilo impecable es para aplaudir a pie derecho.
Nuestra soprano Sara Blanch se zampó el rol de Norina con una gracia seductora y facilidad técnica impecables
La producción de Damiano Michieletto tiene la virtud de no caer en la gestualidad absurda y el histrionismo ancestral de las orgías bufonescas. Hay juegos teatrales bien pensados –como la pantalla de inicio y la escena de los títeres– y el regista veneciano aprovecha muy bien contar con un equipo que borda la actuación y añade músculo a un libreto casi inservible. Y hay que volver a decirlo: Josep Pons es un excelente músico, que puede hacer brillar, por ejemplo, música escénica de Debussy y ópera contemporánea (como principal director invitado sería óptimo), pero no es el músico que pide Donizetti, como quedó patente en una apertura de chumba-chumba, numerosos descuadres en los silabados de los cantantes y un fraseo que no es propio del bel canto. Pons puede hacer cosas maravillosas en el Liceu, pero ponerlo al servicio de una música que no le interesa no sería la mejor idea. Contrastes.