De pequeños, les leemos o contamos cuentos (y se los compramos; es la época en que compramos más libros) porque les gusta, porque nos gusta hacerlo, porque así lo han hecho con nosotros. Les damos libros de texturas, aptos para a ser ensuciados, libros modernos, que hablan de pedos, culos, monstruos del miedo o historias de siempre giradas del revés, como la leyenda de Sant Jordi con una princesa empoderada y un dragón vegetariano. Cuando tienen siete u ocho años, les animamos a leer cuentos ilustrados (con poca letra) y lo hacen.
Si tenemos suerte, de estos pasan a los juveniles. Ahora, los Hollyster de nuestra infancia (yo recuerdo que los leía con diez años, porque Pam, la hija mayor, tenía diez) son demasiado edulcorados. El placer que sentía con el El club de los siete secretos ya no puede ser el mismo para ellos. Aquel cobertizo donde se reunían, bebiendo limonada (la madre siempre preparaba litros y litros) y escribiendo cosas en libretas estrechas de espiral que despertaban en mi una envidia máxima… Puede que, si tenemos mucha suerte, se pasen a Harry Potter. Es una lectura que los engancha y me parece un pequeño milagro.
Y entonces viene una edad, los trece, catorce, en que ya tienen pantallas. Esto significa que se interesan por las redes sociales, por los youTubers y por Tik Tok. No van al lavabo con un libro o un tebeo, como hacíamos nosotros, sino con el móvil. Y seguro que ellos, de mayores, se quejarán de que “hoy en día” en los lavabos haya pantallas de ordenador y que al menos antes tenías que ir con el propio teléfono. Del mismo modo que antes criticábamos la tele, que denominábamos “la caja tonta” y ahora envidiamos aquella escena de la careta de Los Simpson, en que toda la familia se sienta en el sofá, alienada, mirando —oh, maravilla— el mismo programa.
A esta edad les gustan las series, las ven, las comentan con los amigos. Por lo tanto, la ficción les interesa. Como a la mayoría de nosotros, que también dedicamos más tiempo a las series que a los libros. Y a esa edad, aún —más adelante pasarán de nosotros— se les puede “hacer leer” algún libro para adultos, bien elegido. De los libros, lo que no les interesa es el esfuerzo suplementario del sistema. Es arcaico, lo de leer. Tienes que coger un objeto de papel y fijar la vista. Rudimentariamente, ir pasando páginas. Es menos cansado mirar que leer. De hecho, cuando una serie está subtitulada, ya refunfuñan.
Pero del mismo modo que limitamos el tiempo de las pantallas, que son tan adictivas para todos nosotros, y de la misma manera que limitamos las veces que pedimos pizza (que está tan buena) y de la misma manera que los enviamos a dormir, porque si no, no irían nunca, que les obligamos a comer ensalada (porqué está muy buena) o que les limitamos el presupuesto, debemos darles libros y hacerles los leer. ¿Lectura obligatoria? En fin, yo no lo llamaría “verdura obligatoria” o “ocho horas de sueño obligatorias”.
Veo muy práctico empezar un libro (no “juvenil”, sino para adultos) en voz alta, con ellos. Nos maravillará, antes que nada, comprobar lo mal que leen. Nos maravillará, enseguida, ver cómo se acostumbran y mejoran enseguida. ¿Por qué hacerles leer, si no quieren? Porque con dos o tres días de hacerlo, como con dos o tres días de hacer deporte, mejoran, abren la mente, interiorizan el sistema. Les pueden gustar los libros “vivenciales”, basados en hechos reales, como El diario de Ana Frank. Hamnet, de Maggie O’Farrell, por ejemplo, es perfecto para leer a medias con un hijo de trece en adelante. Irlo comentando, como cuando comentamos las series. Ser sinceros y, si no nos gusta, decirlo. No coger cosas demasiado complicadas o arcaicas, al principio. Yo, a los trece, no les daría Oliver Twist. ¿Por qué obligarles? Porque leer, como el deporte, puede no terminar siendo un placer, pero acabará no siendo una tortura. Y los hará mejores. Como decía mi añorado amigo Emili Teixidor, los jóvenes que leen “son más guapos”.