Resultaría comprensible pensar que los últimos casos de sumisión química acaecidos en varias discotecas del país (los Mossos han contabilizado una treintena de denuncias por pinchazos con jeringuillas, focalizadas en la Tropics de Lloret de Mar y en varios locales nocturnos de Barcelona) son un signo más del alarmismo endémico del mundo post-Covid o, simplemente, uno de los muchos culebrones sensacionalistas con los que el periodismo intenta mitigar la sequía de noticias de la canícula. Pero diría que esta retahíla de ataques —dirigidos casi exclusivamente a mujeres— vaticinan un fenómeno inédito que expone categorías mucho más relevantes; al hecho de que la mayoría de nuestras jóvenes no puedan disfrutar tranquilas de un espacio de ocio masificado se sumaría un tipo de agresión mucho más compleja de entender y la creación de espacios de impunidad creciente.
Para constatar la falta de seguridad que las chicas experimentan en las discotecas del país (sumadle también las fiestas mayores) no hacen falta demasiados estudios; preguntad simplemente a vuestras hijas, sobrinas y etcétera y os explicarán cómo el manoseo y los casos de violencia sexual forman parte consustancial de estos lugares. Como pasa siempre, hay muchísimos directores y porteros de discoteca que realizan su trabajo a conciencia (de hecho, algunas víctimas de pinchazos han publicitado en las redes el excelente trato que recibieron del personal de algunos establecimientos de ocio nocturno del país), pero la sensación de inseguridad todavía permanece intacta. Se puede aducir que una treintena de agresiones resulta una cifra irrisoria; pero debemos hacer memoria y recordar cómo hace años las denuncias por agresión sexual también nos llegaban a cuentagotas. El silencio también forma parte de la estadística.
Como parroquiano habitual (demasiado habitual, de hecho) de muchas barras de bares y coctelerías barcelonesas he vivido de primera mano muchos casos de intoxicación forzosa. La escena tiene una estructura ancestral; una chica lleva apenas dos o tres copas en la sangre cuando, misteriosamente, empieza a dar vueltas tostada como una cuba mientras, poco después, el gentleman que tiene cerca se ofrece amablemente a acompañarla a casa. Durante muchos años, los hombres hemos mirado de perfil dicho teatro maléfico, y muchos baristas de la ciudad lo salvaban recomendando a sus clientes que tapasen su bebida si salían a la calle a fumar. Pues bien, si dejar caer una pizca en un vaso de gin-tonic resultaba muy fácil, acceder a un local escondiendo una jeringa es una ganga para todo aquel que se desahogue con el simple placer de hacer daño. Éste es el nuevo paradigma; los agresores sólo tienen el objetivo de atemorizar a las mujeres.
Acceder a un local escondiendo una jeringa es una ganga para todo aquel que se desahogue con el simple placer de hacer daño
Vayamos al fondo del asunto. La sumisión química solía tener por objeto primordial la agresión sexual. Con el nuevo paradigma de la micro-agresión por un pinchazo, el criminal se sitúa como un panóptico del pavor en medio de la oscuridad de una discoteca. No (sólo) busca violentar a las mujeres, sino que pretende adquirir la figura del propio virus, pinchar a las chicas para amargarles la semana e inocularles el miedo en la sangre. El crimen es más perverso justamente por su carencia de intencionalidad directa; el mal es más morboso justamente porque resulta aún más invisible, anónimo y fuente de contagio. Los pinchadores quieren corporeizar la no subjetividad del hacker y el espíritu omnívoro de la viralidad. Por mucho protocolo que pongan las administraciones y por muchas cámaras de seguridad que inventen los responsables de una discoteca, esconder una jeringa en un pajar es un buen reclamo para cualquier psicópata.
Resulta notorio que las administraciones hayan reaccionado a este nuevo clima de terror sexual con la vieja canción del “cuidémonos y protejámonos”, una retórica que focaliza la responsabilidad del dolor en las mujeres y no en la obligación del gobierno y de los profesionales de la nocturnidad en lo que se refiere a la caza del agresor. La Generalitat y los ayuntamientos del país deben proteger las libertades de las ciudadanas y garantizar la seguridad en los espacios de ocio. Si uno quiere acabar con un supuesto victimismo (que no comparto, of course), lo mejor que puede hacer es proteger a las víctimas y penalizar a los agresores. De momento, y perdonad mi pesimismo, los últimos van ganando la partida. El silencio, y nuestra indiferencia, también juega a su favor. No es momento de lamentarse ni hacer propósitos de enmienda de tres al cuarto. Bastaré recordar a todas las mujeres que abandonaron un bar semiinconscientes ante nuestra supina indiferencia.