Colom
Una paloma en el Moll de la Fusta. © Vicente Zambrano

Barcelona sin palomas

Las palomas son unos animales que no aportan nada más que suciedad y ruido a la vida ciudadana, y su total desaparición no conllevaría su extinción como especie: la ciudad ganaría calidad de vida sin su presencia

Desde hace apenas diez días, este humilde servidor de vuestra Punyalada semanal es un feliz vecino más del Call de Barcelona. De momento, los espíritus de Sant Sever y Santa Eulàlia (que se rehace de sus heridas justo al lado de casa) son una garantía de paz y tranquilidad, y resulta un placer magnífico acercarse a la plaza Manuel Ribé para probar las infusiones deliciosas que Antonio sirve en el Chaj Tai, degustar los maravillosos Tzatziki y el Humus de pulpo del Bistro Levante, despejarse sabatinamente soñando un croissant de chocolate de La Colmena y viajar con el carrito a Santa Caterina, un privilegio que sólo se ha visto ligeramente enturbiado por la presencia de una plaga de la que Barcelona ha intentado deshacerse miles de veces con un éxito relativo: hablo de las palomas, a saber, el animal conocido como Columba livia que puebla el centro de la Plaza de Catalunya y muchas calles del Gòtic y el Eixample.

Digámoslo claro y sin rodeos: la paloma —ya sea de bosque, doméstica o incluso salvaje— es una de esas criaturas del señor que no aporta gran cosa a la vida ciudadana. Su arrullo es un despertador que (a las seis y pico de la mañana) no conformaría la mejor forma de empezar el día. Su metódica existencial consiste básicamente en defecar en la mayoría de nuestro benemérito patrimonio arquitectónico, en los balcones del vecindario y, si se ha nacido para tener mala fortuna en la vida, en medio de la azotea craneal.

Los apologetas de la vida animal y los nostálgicos que han viajado a la Antártida para emular los primeros héroes de Greenpeace aducirán que la paloma representa una forma de vida a respetar, el símbolo de la paz, un animal de alimentación granívora al que, si no se toca excesivamente la moral, no resulta agresivo con nadie. A todos ellos, conciudadanos, les emplazo a venir a mi balcón, todo un homenaje a Jackson Pollock.

Los apologetas de la vida animal y los nostálgicos que han viajado a la Antártida para emular los primeros héroes de Greenpeace aducirán que la paloma representa una forma de vida a respetar

Eliminar las palomas de Barcelona no representaría ningún peligro para dicha especie, que reinaría sin ningún problema en los bosques de muchos lugares del planeta. Sin palomas, nuestra ya bastante feísima Plaza Catalunya sería, al menos, un lugar mínimamente transitable en el que el indígena barcelonés no debería cerrar los ojos al cruzarla encomendándose al Espíritu Santo si no quiere llegar a su destino con una buena salpicadura de mierda adornándole el flequillo.

Evidentemente, servidora no quisiera urdir una especie de Treblinka de animales en la que las desgraciadas palomas fueran gaseadas o liquidadas según el arbitrio salvaje de un francotirador. Bastaría prohibir a la gente que los siguiera alimentando, esterilizarlos con algún truco que nuestros etólogos deben conocer de sobras y, si es necesario, su desaparición podría compensarse con una escultura-homenaje, una plaza o incluso una performance de despedida en el CCCB.

Barcelona sin palomas sería una mejor ciudad; en sus parques (los jardines interiores del Gòtic, como es el caso del de mi casa o del Jardín Romántico del Ateneu) seguiríamos pudiendo disfrutar de muchas especies de pájaros que tienen una sinfonía vocal mucho más agradable que la de las actuales ratas voladoras que nos hacen la vida un poco más desagradable y pestilente. Seguro que esta propuesta provocará alguna respuesta airada de alguna protectora de animales o de algún espíritu al que la desaparición de las palomas ofendería de lo más, pues ya sabemos que en nuestra tribu cualquier ser vivo o incluso objeto tiene su federación de defensores y lo del agravio por cualquier nimiedad forma parte de uno de nuestros deportes nacionales predilectos. A todos ellos, ahora que ya tenemos bastante mesas, sillas y sábanas en casa, les invito —por muchos que sean— a pernoctar una sola noche en mi hogar o a ayudarme a restaurar mis ventanas.

No sé si el exilio de las palomas de Barcelona provocaría las lágrimas de nuestra alcaldesa y la comprensión del ceramista Jordi Cuixart, pero os puedo asegurar que haría la vida de la conciudadanía mucho más fácil. Cuando estemos en el bosque, no lo dudéis, compensaremos el haber ahuyentado a los animales de nuestra querida ciudad, si es necesario, con un auténtico festín para leones. Propongo.

Coloms Plaça Catalunya
Palomas en Plaza Catalunya. © Edu Bayer