El término Hispanoamérica hace referencia al conjunto de países americanos en los que el español o castellano es lengua oficial. Se trata de Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Guatemala, Honduras, México, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay, Venezuela, Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador y El Salvador. Una gran región castellanohablante que suma un total de más de 400 millones de habitantes. Por lo tanto, a priori, un enorme mercado para las producciones culturales en castellano, aunque más del 10% de la población viva por debajo del umbral de la pobreza extrema.
No creo que desvele ningún secreto si digo que, actualmente, los lazos culturales y los afectos entre Barcelona e Hispanoamérica no son especialmente intensos. Sobre todo, si lo comparamos con buena parte del siglo XX. Pienso, por ejemplo, en el fructífero exilio de una parte importante de la intelectualidad catalana en países como México, Argentina o República Dominicana después de la guerra civil y, por supuesto, en el Boom hispanoamericano con epicentro en Barcelona donde Carmen Balcells atrajo a autores como García Márquez y Vargas Llosa.
Cuando aquí las cosas han pintado mal, muchos catalanes han optado por hacer las maletas e instalarse en Hispanoamérica. El no tener que aprender un idioma nuevo para empezar de cero lejos de casa, además de la proximidad cultural –le pese a quien le pese, tenemos más en común con un argentino que con un noruego–, imagino que tendría algo que ver. Lo mismo les debe pasar a los miles de migrantes originarios de estos países de habla hispana que, en las últimas décadas, han escogido Barcelona para instalarse pensando que encontrarían una vida mejor y que, además, podrían hacerlo en su misma lengua.
La lengua, este es el quid de la cuestión. Barcelona hace tiempo –posiblemente desde que Franco estiró la pata y el catalán empezó su proceso de recuperación– que se debate entre ser o no ser algo por Hispanoamérica. Que, a nivel cultural, significa ser una ciudad cercana, de referencia, para los más de 400 millones de hispanoamericanos que decíamos.
No es una cuestión menor y, de hecho, es de esos temas que, periódicamente, encienden debates apasionados. Entre los defensores más entusiastas de una Barcelona abierta de par en par a la cultura hispanoamericana hay nada menos que un Nobel de Literatura. Mario Vargas Llosa –“No reconozco esta Barcelona”, “No queremos a Barcelona como una ciudad medieval”, “El nacionalismo (catalán, se entiende) y la cultura no se levantan bien”– no se cansa de repetir nostálgico que tiene un recuerdo maravilloso de cuando vivió aquí en los setenta y Barcelona “era la capital cultural de España”, ¡una España todavía franquista!
En el extremo opuesto, hay quienes querrían borrar de la ciudad cualquier signo de cultura castellana y, por ejemplo, ponen el grito en el cielo ante la posibilidad que Barcelona instale una escultura de Don Quijote en la Barceloneta para recordar que fue justamente aquí donde el caballero de la triste figura fue finalmente derrotado. ¡Como si el protagonista de la novela de Miguel de Cervantes no fuese un personaje universal sino un habitual en los mítines de VOX! Seguro que muchos de ellos preferirían que antes que Don Quijote fuera Woody Allen quien tuviera una escultura en nuestras calles, por mucho que la película que dedicó a Barcelona sea un rollo monumental.
La lengua, este es el quid de la cuestión. Barcelona hace tiempo –posiblemente desde que Franco estiró la pata y el catalán empezó su proceso de recuperación– que se debate entre ser o no ser algo por Hispanoamérica
Bromas a parte, creo que es una cuestión importante para la ciudad y más ahora cuando algunas voces nos alertan de que tenemos el catalán con un pie en la UCI. Por lo tanto, quizás tocaría preguntarse, muy seriamente: ¿Barcelona puede ser la capital que necesita el catalán y, al mismo tiempo, un potente centro de producción cultural en castellano? ¿De qué manera?, ¿Una ciudad como la nuestra puede aspirar a liderar el mercado editorial hispano sin sentir al castellano como lengua propia? A Díaz Ayuso se le hace la boca agua. ¿Podemos completar el proceso de normalización lingüística que garantice la supervivencia del catalán sin tener que renunciar a hacer negocio con estos millones de hispanohablantes? Ser o no ser, esa es la cuestión.
Yo sólo hago las preguntas, ¿eh?