Esta semana la crónica deportiva se ha teñido de sucesos y temor cuando tuvimos noticia de que le habían mangado el reloj a Robert Lewandowski. En efecto, el pasado jueves la nueva estrella del Barça firmaba autógrafos en la Ciudad Deportiva de Sant Joan Despí antes de un entrenamiento cuando un caco aprovechó la presencia de los fans para robarle un peluco de 70.000 euros. Nuestros atracadores son de una competencia atlética extraordinaria; sólo así se explica que el cortabolsas en cuestión pudiera usurpar el tic-tac de lujo y esprintara más rápidamente que nuestro bellísimo delantero (un hombre de 34 años que, lo certifican informes médicos, tiene un cuerpo de 28 y una velocidad de gacela por la que los zozis del Barça activaríamos cualquier palanca) hasta desaparecer entre callejuelas. Que nadie se alarme: la historia tiene un final feliz, los Mossos detectaron al malandrín y la joya, y Lewandowski ya podrá llegar puntual a todas partes. A diferencia del común, los jugadores del Barça siempre tienen uniformados a su alrededor.
La noticia resulta categórica. Más allá de un simple hurto, Lewandowski ha vivido un rito iniciático de bienvenida a la ciudad, un bautizo simbólico de barcelonismo. Cualquier individuo que lleve a un Patek Philippe de tanta pasta encima, ya lo sabemos, tiene muchos números para acabar protagonizando una carrera involuntaria de restitución (este mes de agosto dicen que el Paseo de Gràcia parecía una auténtica pista de atletismo). De hecho, querido Robert, ¡ahora ya eres barcelonés! Sólo te falta chutar una rata en Plaza Catalunya, que un grupo de cucarachas se te cuele por la ventana y que se meen en el portal de tu casa… y podrás considerarte plenamente integrado en nuestra ciudad y más barcelonés que la misma torre de Collserola. Las estadísticas nos lo muestran; los hurtos aumentaron un 51,2% comparados con los seis primeros meses del año y los robos con fuerza, un 37,2%. Que las estrellas y los nuevos fichajes del Barça sufran los problemas de nuestros visitantes (y de la ciudadanía en general) es un signo democratizador de primera magnitud que debemos celebrar.
Lo sé por experiencia. Ayer y como siempre, el estirón de bolso diario que vivimos en nuestra calle se produjo casi a medianoche. Debo reconocer que los manilargos del barrio de El Call son de una puntualidad escrupulosa y esprintan por la Baixada de Santa Eulàlia con una velocidad felina (nunca nos fallan, tienen una praxis laboral Suiza y van a la caza de la billetera justo cuando nos quitamos la ropa para ir a la cama). Pero a diferencia de los jugadores del Barça, en Ciutat Vella gozamos de una presencia policial precaria. Desde que vivo cerca de Plaza Sant Jaume, siempre me ha sorprendido que ante la Generalitat y el Ayuntamiento se reúnen varias tanquetas de los Mossos y una retahíla de agentes con ametralladoras que parecerían adecuados para proteger el dormitorio de Joe Biden… mientras que en las calles contiguas todavía no he detectado la presencia de la Guardia Urbana ni un solo día. No soy partidario de vivir en una ciudad policial, pero, entre las guerrillas que protegen al Molt Honorable y la alcaldesa y el desierto absoluto, quizás podría encontrarse un término medio.
En cualquier caso, querido Robert, ahora ya podemos decir que estás plenamente integrado en Barcelona. Este rito iniciático, insisto, es como una especie de bautizo mucho más importante que tu primer gol oficial con la camiseta culera. Como socio de la entidad, sin embargo, ruego que sigas parando a firmar autógrafos a nuestros aficionados. Como medida preventiva deja el reloj en la guantera y, por si acaso, no lleves un bolígrafo muy caro… que aquí todo puede volar. Bienvenido, ahora sí, a Barcelona.