Durante los años ochenta la llamábamos la Plaza dels Àngels, después la rebautizamos como la Plaza del MACBA y, finalmente, acabó siendo la Plaza de los Skaters. Cuando éramos pequeños, nunca habíamos paseado por ahí y el lugar nos sonaba más bien a un refugio de yonquis y borrachos. La alegría olímpica de Pasqual –y la conversión de Barcelona en atracción turística mediante plazas duras con voluntad de urdir grandes espacios recreativos a la neoyorquina; a saber, en torno a un centro neurálgico cultural de referencia, en este caso el MACBA– convirtió la antigua plaza en uno de los lugares más cool de la nueva ciudad. Así se pasó a reivindicar el Raval mediante un concepto típicamente Xer que todavía se ejemplifica en uno de los grafitis más antiguos del barrio: ravalejar, es decir, hacerse el alternativo tomando cañas en un barrio antiguamente marginal.
Luego, decía, llegaron los skaters. Supongo que ayudó el hecho de que el MACBA perdiera la oportunidad de convertirse en el centro de referencia del arte contemporáneo hecho en Catalunya (bueno, en realidad nunca se intentó que fuera tal cosa) y que Barcelona, dicen los entendidos y los practicantes, se convirtiera en una de las capitales del mundo en esto del arte del patinaje. Ésta es todavía una ciudad medio anarquista, con la consecuente presencia de bandos irreconciliables. Servidor ha cruzado esta plaza cientos de millares de veces –especialmente para precipitarme al restaurante La Habana, uno de los pocos lugares excelentes de cocina tribal que todavía hay en el Gòtic– y nunca he tenido ningún encontronazo ni problema con los skaters que lo transitan a su bola. Caminar en un espacio rebosante de bólidos, con la característica percusión de la madera en el suelo, no es mi forma ideal de pasear; pero esta ciudad tiene sitios mucho más inhóspitos.
Dicen los fanáticos de la cosa skater que, sin su presencia, la Plaça dels Àngels se habría degradado todavía más. A todo este colectivo, y el razonamiento parece lo suficientemente lógico, tampoco le interesa ejercitar su manía en un entorno cochambroso y conflictivo. A su vez, la cultura skater reivindica su presencia en el barrio, aduciendo que los comercios que se han derivado del deporte –como la simpática Rufus– se transformarán en tiendas anodinas de teléfonos móviles si los practicantes del deporte se ven obligados a pirarse a otros lugares de la ciudad, como la Mar Bella. Todo esto está muy bien, pero también –en tanto que resistente habitante de Ciutat Vella– me decanto por empatizar aún más con las demandas de la Xarxa Veïnal del Raval, un grupo de conciudadanos que tiene la pretensión de vivir (y descansar cuando les plazca) en un barrio sin ruido y donde los espacios públicos no sean la enésima atracción turística que acabe repleta de guiris.
También entiendo perfectamente que los vecinos del Raval, a riesgo de ser caricaturizados como nostálgicos, quieran que su comercio local no quede totalmente absorbido por la depredación turística. Esta misma semana conocíamos que Venecia ha empezado a exigir una tasa de 5 euros a los turistas que quieran visitar su centro histórico durante un solo día, una medida que busca hacer la vida más fácil a los desdichados 50.000 autóctonos que todavía pretenden habitar una ciudad que acoge más de 30 millones de peregrinos anuales. Barcelona no tiene esta proporción descabellada, pero se dirige progresivamente al paradigma de un escaparate. La cuestión, por tanto, sería alejarse de luchas particularistas (skaters, ciclistas y etcétera contra vecinos) para ver hasta qué punto se puede evitar que acabemos expulsados de una ciudad únicamente apta para visitantes.
El Ayuntamiento ha defendido el actual proyecto de remodelación de la plaza (con el horizonte de terminarse en 2027, incorporando el CAP Raval Nord y la ampliación del MACBA) remarcando, en el idiolecto cursi de los urbanistas progres, que la creación de nuevas zonas de estancia, vegetación y sombra crearán un entorno urbano más amable, diría que con un espíritu similar al de la exitosa metamorfosis de la High Line neoyorquina. Comparto las buenas intenciones de la administración, pero debo decir –y en esto convergen vecinos y skaters– que los espacios similares de la ciudad reconvertidos a tal efecto han acabado siendo depredados por nuestro señor Instagram e incluso devolviéndonos a la imagen de los tugurios ochenteros que ya habíamos olvidado (como ocurre en el backstage de La Boquería con la calle Jerusalem). A todo ello ayuda el hecho misterioso de que, al anochecer, la policía desaparece literalmente de Barcelona.
Volviendo al inicio del artículo, primero era la Plaza dels Àngels, después fue la del MACBA, ahora es la de los skaters y, en pocos años, tiene pinta que acabará siendo la enésima Plaza de los Turistas.