Ha sido profundamente satisfactorio comprobar la unánime y tsunámica ola de respuestas contra la afirmación, aparecida en X de Pedro Torrijos, de que Barcelona siempre ha vivido de espaldas al mar. Los argumentos han sido múltiples y no hace falta repetirlos: desde la creación del Consolat de Mar como código de derecho marítimo internacional fundado en Barcelona, hasta la existencia de edificios principales como la Llotja o las Drassanes (o la Facultad de Náutica, o Santa Maria del Mar), la existencia principalísima del puerto, las expediciones al Mediterráneo (comerciales o de conquista), la actividad pesquera, los baños de San Sebastián y un largo etcétera.
El caso es que la principal base de la tesis del cierre era la urbanística, es decir, la existencia de murallas en primera línea de la costa. Cuando, de hecho, la existencia de fortificaciones en este lado es precisamente el ejemplo de vivir abierta, expuesta, entregada al mar. Y de ahí pasamos a la raíz de la confusión: para muchos, Barcelona se abrió al mar en el 92.
Lo que recuperó Barcelona durante las olimpiadas fue el acceso a la playa. Se decidió que los ciudadanos tenían derecho a acceder a sus playas con seguridad, higiene y alegría (excepto en la Barceloneta, esto era bastante imposible), y no tener que exponer el cuerpo al alcantarillado después de atravesar vías de tren, tinglados y carga diversa (que estaban ahí, precisamente, a raíz de la actividad marítima). Pero ya antes la campaña Barcelona, posa’t guapa había iniciado gran parte de esta labor en la zona marítima de la ciudad, incrementando sobre todo la limpieza y facilitando los accesos.
Lo que impedía el acceso a la playa ya no eran las murallas, evidentemente, sino la actividad industrial: Macosa, Catalana de Gas, Martini Rossi, Escofet, las pinturas Titán, los laboratorios Ferrer i Salat… Esto es lo que se derribó o se trasladó en el 92 y lo que permitió al ciudadano, ciertamente, tener la sensación de que podía acceder a la playa. No al mar, al que la ciudad nunca le dio la espalda: a la playa, debido a un fenómeno más bien mundial que consistía en ir compensando los excesos de la industrialización.
Los paseos marítimos se recuperaron en varias ciudades del mundo debido a esta relocalización industrial, algunas con más fortuna que otras (Nápoles, por ejemplo, no ha conseguido transformar su paseo marítimo en nada más que una cincumvalación portuaria). Barcelona no es que viviera de espaldas al mar, y mucho menos lo hacía por culpa de ninguna muralla, sino que como tantas otras ciudades había puesto junto al mar buena parte de unas industrias que vertían desechos al agua sin demasiados miramientos (o el obsceno edificio de Aduanas, que no fue precisamente cosa de los barceloneses). Las murallas estaban derribadas de mucho antes y debió considerarse, simplemente, que poner chimeneas o espacios de carga junto al mar era cercano y práctico. El acceso al mar siempre estuvo ahí: el acceso ciudadano a la playa, no tanto.
Y después, esa cosa artificial, utópica e icárica de la Vil·la Olímpica, que Maragall quiso asociar al idealismo socialista (o social-igualitario) del Eixample de Cerdà, olvidando que Cerdà al menos pensó en hacer un barrio para vivir. Esta manía de la escuela bohiguiana de esparcir la mediocridad de la plaza dura y del recorte de jardincillo en la acera, no sea que alguien quisiera poner tiendas o negocios o aparcar el coche, ese tipo de obsesión por el cemento desierto e igualitario donde finalmente no quiere ir a vivir nadie pero donde se ven finalmente obligados a vivir algunos (porque esto del igualitarismo tiene casi siempre la característica de ser bastante obligatorio).
Barcelona no es que viviera de espaldas al mar, sino que como tantas otras ciudades había puesto junto al mar buena parte de unas industrias que vertían desechos
Abrirse al mar nunca pudo ser esa villa para deportistas ni mucho menos el Port Olímpic, sin conexión con el pulso de la ciudad como tampoco lo estuvo el espacio del Fòrum (la otra icaria especulativa que, incluso ahora en tiempos de conciertos y festivales, no acaba de suponer ningún nuevo reclamo hacia el mar). Abrirse al mar no consiste en construir Maremàgnums fallidos o World Trade Centers (WTC) exagerados, si bien se entiende que esto es mucho mejor que la barrera industrial que teníamos antes. En cambio sí al hotel “Vela”, y en cambio sí al nuevo paseo de la bocana (o del Rompeolas), que, significa, edifiquen justo lo que sea imprescindible. Y, a ser posible, sin plazas duras (con cuatro palmeras para disimular) dirigidas explícitamente a desactivar la imaginación de los ciudadanos.
Ni el mar fue inventado en el año 92, ni fue descubierto en el año 92, ni ha sido gestionado urbanísticamente de la mejor manera posible a partir del año 92. Hay algo más grave que estar cerrado al mar (que nunca lo hemos estado): estar cerrado a la vida. Bajo la cuadrícula de Cerdà pasan rieras y caminos que pudieron tomarse más en consideración para tener un urbanismo más orgánico y atural. Pero bajo los adoquines aborregantes del 92, afortunadamente, está la playa.