Cuando mis nietos inexistentes quieran practicar eso tan vetusto de enorgullecerse de su abuelo mitificando algunas batallitas de su juventud y me pregunten por los recuerdos de aquello tan sufrido de la pandemia y del confinamiento que viví en la Barcelona de los años veinte (ya lo veis, no podré alardear de haber combatido en un conflicto armado, ni de haber esprintado alocadamente delante de los grises, ni tan sólo, pobre de mí, de haber ayudado a proclamar la independencia de nuestra tribu…) les hablaré de algo tan platónico y poco glamuroso como el silencio.
En efecto, si recuerdo el tiempo que ha transcurrido del pasado marzo hasta el presente y pienso en ésta nuestra pequeña tragedia posmoderna de confinamiento que nos hemos curado a base de jeringuillas con Netflix y cursos de hornear pan artesano en Youtube, lo primero que me viene a la memoria no son las imágenes de hospitales colapsados, ni la fotografía de nuestra triste, pobre i desbordada consellera Alba Vergés en la oficina, sino el recuerdo de una ciudad habitualmente juerguista y canalla como es Barcelona sumida en el más absoluto de los silencios, en la quietud más pavorosa.
No creo que exista una imagen más cruda y fatal del miedo que una ciudad en silencio. Cuando viví en el sur de Nueva York, de noche me entusiasmaba andar de Wall Street hasta el Ground Zero para contemplar el hueco que había sido base delas Torres Gemelas y que, a inicios del XXI, conformaba un paisaje fantasmagórico de túneles y máquinas excavadoras tan angustiante como la imagen de un enfermo intubado que parece vivir tranquilo y despreocupado en el dulce sueño del coma. Salvando las distancias oceánicas, esta semana he tenido la misma sensación paseando por el Gòtic, un barrio cada día más cercano a la peligrosa desertización ya la muerte en vida típica de esos rincones silenciosos de postal ideales para echar una meada o hacer alguna fotografía de un grafiti para luego compartirla con los colegas en Instagram. También cuando he deambulado por el Eixample, un queso gouda plagado de locales en traspaso, muchos de ellos restaurantes y bares que nunca volverán a abrir de nuevo, imagen trágica de una Barcelona que tiene el cartel de se alquila clavado en el rostro, marcada por un silencio inquietante.
También cuando he deambulado por el Eixample, un queso gouda plagado de locales en traspaso, muchos de ellos restaurantes y bares que nunca volverán a abrir de nuevo, imagen trágica de una Barcelona que tiene el cartel de se alquila clavado en el rostro, marcada por un silencio inquietante
Pero Barcelona no ha sido víctima de un bombardeo, ni somos hijos de una especie de Leningrado del que no podamos aprovechar ni un solo pedrusco. No existe ningún percance que no sea catártico y el silencio de las calles vacías también nos ha regalado la experiencia de poder pasear por una ciudad sin ruido, donde la música de los árboles, de los campanarios y del propio andar configuran una sinfonía hasta ahora tapada por los cláxones y las autopistas urbanas que, paulatinamente, nos van llenando los pulmones (¡y los tímpanos!) con la mierda que acabará matándonos. El silencio puede producir canguelo, pero también puede convertirse en el substrato desde el cual podamos encontrar una nueva forma de escuchar Barcelona que, sin que nos haga perder un ápice de nuestro carácter mediterráneo, no pase necesariamente por la barahúnda. Si algo debo agradecer al bichito amarillo de Wuhan, en definitiva, es que me haya concienciado de la contaminación acústica y de cómo ésta todavía nos priva de la sonoridad espontánea de las calles.
Si Barcelona gozara de unas infraestructuras de transporte público adecuadas, especialmente en su centro urbano y en conexión con los municipios limítrofes, la ciudad podría descongestionar el insoportable tránsito que nos coloniza las calles y que, dentro de muchos años, nuestros descendientes concebirán como una delirante anomalía. Tras el confinamiento, en aquello que llamamos desescalada, muchos conciudadanos experimentaron el contraste entre una ciudad tranquila y esta especie de ópera selvática y estresante instrumentada por el bum-bum de motos, automóviles (y helicópteros) que invaden el espacio urbano y que, por si no fuera suficiente, los seres humanos complementamos con hábitos execrables como vociferar por teléfono en la calle con la proyección vocal de un coro wagneriano o viajar en bicicleta con un altavoz disparando a todo trapo esas melodías que ponen en las bodas cuando todo el mundo ya va taja y danzaría incluso algún berrido animal. Barcelona no tiene que ser Oslo, faltaría más, pero su mediterranismo militante podría convivir perfectamente con bajar el volumen.
Barcelona no tiene que ser Oslo, faltaría más, pero su mediterranismo militante podría convivir perfectamente con bajar el volumen
La polifonía de una ciudad nace de los sonidos que produce espontáneamente y que necesitan del silencio para convivir en felicidad, pero también se configura en la música que producen sus hombres y mujeres. La historia cultural barcelonesa sería incompleta sin la enorme cantidad de música que se ha creado en la ciudad, ya sea en el ámbito de la sonoridad culta de compositores que han desarrollado ahí su arte –como los grandísimo Terradellas, Sor, o el este año celebrado Robert Gerhard (en 2020 también conmemoramos los 100 años de la creación de la Orquestra Pau Casals, una efeméride que debería sobreponerse pase lo que pase a las incomodidades de la pandemia)– como en el riquísimo universo de la música popular. Sería imposible, por ejemplo, describir el ambiente de la moderna Barcelona que va de la segunda mitad del XX hasta finales del franquismo sin echar una orejada a espacios como La Cova del Drac, Las Vegas y después Don Chufo o el muy añorado Zeleste, así como el auge del folk y el cantautorismo de los 2000 sin locales salvíficos de Gracia como el Vinilo o el Heliogàbal.
Las autoridades culturales del país y de la ciudad han sido terriblemente negligentes no solamente a la hora de cuidar el patrimonio musical en tanto que un valor cultural de primer orden y un gran factor de formación, sino que también han descuidado los espacios de música urbana como lugares de producción y fomento del arte musical. Pensad en la ciudades que más os gusten del mundo, como ahora Nueva York, Londres o París: no serían lo mismo sin sus locales emblemáticos de música, espacios que no sólo son receptáculos de arte, sino que han producido conciertos y eventos que hoy nadie expulsaría del patrimonio musical de occidente. En una de las pocas iniciativas culturales determinantes que ha impulsado la administración de Ada Colau, el consistorio barcelonés aprobó hará cosa de año y medio la categoría de Espacios de Cultura Viva para proteger a los locales que tienen una relación estrecha con su entorno vecinal y en los que existe una programación regular de música semi-amplificada, siempre que cumplieran con unas normas razonables de aforamiento seguro y aislamiento acústico.
Pensad en la ciudades que más os gusten del mundo, como ahora Nueva York, Londres o París: no serían lo mismo sin sus locales emblemáticos de música
Me consta que el Ayuntamiento, y es de celebrar, está trabajando en el despliegue de esta normativa más allá del ámbito de lo estrictamente legal, y que pretende acompañar a muchos locales de la ciudad en la labor de re-adaptación de su espacio a la nueva normalidad pandémica. Cualquier ciudad del mundo, insisto, debe tener un amplio circuito estable de locales en donde no sólo se pueda gozar escuchando música semi-amplificada sino que, rápida y seguramente, puedan convertirse en salas de concierto de cualquier género. Muchas veces los barceloneses, por el escaso cuidado del patrimonio musical al que antes me refería, han asociado los locales de música a la perdición, el ruido y el jolgorio. Habida cuenta del momento de auténtica emergencia que viven nuestros compositores, intérpretes y técnicos, deberíamos extirpar este chip en forma de prejuicio del encéfalo del ciudadano para hacerle entender que todo aquello que le gusta de otras ciudades, como ir a un concertó de jazz en el Blue Note o el Village Vanguard en Manhattan, debería ser posible en Barcelona, una ciudad con excelentes escuelas e intérpretes pero con un tejido de salas tercermundista.
Conocido el estado de emergencia del sector musical tras el impacto de la Covid-19 en la vida sonora del país y vista la inmensa generosidad que nuestros músicos tuvieron durante el confinamiento (amenizándonos la vida de forma gratuita con sus conciertos en la red), sería oportuno que el ayuntamiento activase el turbo para que se vuelva a normalizar la vida musical de la ciudad y que se haga lo imposible para poner todas las facilidades del mundo a bares que no son estrictamente musicales pero que, con algunas variaciones mínimas en la disposición de su infraestructura, podrían acoger conciertos de vez en cuando. La situación de nuestros músicos no es alarmante, es de auténtica emergencia y, a pesar de que somos conscientes de vivir en un país en el que eso de rescatar el sector cultural no está entre las prioridades de la gestión pública, al menos debería hacerse lo posible para que algunos establecimientos de la ciudad pudieran convertirse en bares musicales, unos lugares que, vuelvo a insistir, no son sólo receptáculos de juerga y que, si se programa bien, de aquí a muchos años tendrán la misma importancia patrimonial que La Cova del Drac, Zeleste y etcétera.
Sería oportuno que el ayuntamiento activase el turbo para que se vuelva a normalizar la vida musical de la ciudad y que se haga lo imposible para poner todas las facilidades del mundo a bares que no son estrictamente musicales
Barcelona puede ser una ciudad mediterránea, silenciosa y respetuosa con las normas de salud acústica y al mismo tiempo un lugar que haga justicia al talento musical que se produce en sus barrios. Si pensamos que el sector podrá sobrevivir solamente con las programaciones de las grandes salas de concierto, como el Palau o el Auditori, o continuamos impulsando una política musical de fastuosas fiestas mayores anuales que no transforman profundamente la vida musical de nuestra ciudad ni crean un público más concienzudo, podemos acabar rematando a un sector que lleva ya meses cercano a la agonía. Anhelamos tranquilidad, faltaría más, pero también queremos vivir en una ciudad llena de melodías. ¡Que no pare el silencio, pero que vuelva la música!