El pasado lunes 2 de agosto, el vicepresidente Puigneró anunciaba gallardo y encantado de haberse conocido un acuerdo de ampliación del Aeropuerto del Prat negociado por sorpresa con la ministra de Transportes Raquel Sánchez. Vale la pena recordar la rueda de prensa del Vicepresidente, quien, luciendo un rostro tan feliz como los padres al abrazar por primera vez su retoño, cantaba trompetero las características del nuevo aeropuerto como un hub intercontinental, capaz de conectar las pistas de El Prat con el tren de alta velocidad y los aeropuertos de Reus y Girona; la noticia era algo tan chupi que, de durar unos minutos más, Puigneró habría interconectado el aeropuerto con el Taj Mahal. Pero la realidad era bien distinta: Puigneró había organizado en secreto el encuentro con la ministra simplemente para marcarse un tanto personal el día en que se celebró una mesa de diálogo donde, como siempre, el Gobierno sólo nos había regalado promesas.
De hecho, en aquel encuentro nuestro docto vicepresidente sólo expuso el plan a la ministra, quien, a pesar de ser ex alcaldesa de Gavà y conocer perfectamente el percal, más allá de comprometerse con una financiación y un calendario concretos (cualquier obra de esta magnitud, como entiende incluso un demente, necesita una plan de infraestructuras de años simplemente para ser aprobada), se limitó a decir que la idea le parecía de coña. Aparte de conocer las pretensiones de Puigneró, la catalanísima ministra sabe cómo es la tribu e intuía que la propia Generalitat, con la inestimable ayuda de Ada Colau y de la secta ecologista, acabaría abortando la ampliación de la tercera pista puesto que que en Catalunya cualquier idea, por básica que sea, siempre acaba teniendo una plataforma en contra o una alcaldesa que prefiere salvar unos cuantos patos a conectarnos con el mundo civilizado.
El pasado miércoles, la ministra declaraba roto el pacto (un acuerdo inexistente porque, insisto, no tenía una planificación concreta de obras), y el Govern empezó a ejercitarse en el deporte nacional de lloriquear censurando a la pérfida España como responsable de dejar a los catalanets sin aviones. En resumidas cuentas, toda la soap opera del Aeropuerto sólo ha sido un ejemplo más de la política procesista de los últimos dos lustros; grandes anuncios, promesas estentóreas, hojas de ruta y power points de una gran belleza… y al final nada de nada. No por previsible, este hábito de la política fake al que nuestros líderes nos tienen acostumbrados debe denunciarse, y más aún en un tiempo en que las mentiras tienen un recorrido más bien escaso y corto en el tiempo. Todo ello resultaría risible, si asuntos como la ampliación de El Prat no tuvieran una afectación real a la vida económica del país.
No por previsible, este hábito de la política fake al que nuestros líderes nos tienen acostumbrados debe denunciarse, y más aún en un tiempo en que las mentiras tienen un recorrido más bien escaso y corto en el tiempo
Ante esta enésima tomadura de pelo, el ciudadano desengañado de la vida (ya sea independentista como servidor, dependentista y interdependentista) sólo le queda la opción del cianuro o de ejercitar el sentido del humor. Servidora, haciendo caso a mi ilustre psiquiatra, siempre opta por la segunda opción, y debo admitir que esta ficción del hub aeroportuario del Josep Tarradellas ha durado cuarenta y un días, que es todo un hito si pensamos que la mayor ficción que hemos vivido los últimos años, la declaración de la República Catalana del 10-10-2017, duró sólo ocho segundos. Cabe decir que, lentamente, vamos mejorando: hemos pasado de repúblicas que apenas emiten el primer llanto y una incipiente caquita a superar el mes, y yo diría que, si nos aplicamos, la próxima propuesta estrella de financiación o de estatuto puede llegar a durar incluso la cifra récord de un trimestre.
Si sufragásemos la vida de la clase dirigente para que nos explicara cuentos, este hábito de inventar proyectos aeroportuarios o repúblicas inexistentes podría incluso ser carne de concurso literario. Pero si ojeamos la letra pequeña de los programas electorales de republicanos y convergentes, en teoría los tiempos futuros deberían centrarse en la buena gestión de la cosa pública, en el pragmatismo, la cordura y toda la coña marinera que ya conocéis. La realidad es otra y certificamos de nuevo que cuando una clase política se acostumbra a la mentira y a la falta de ambición, primero empiezas inventando repúblicas, después aeropuertos interconectados con Saturno, y pronto trucos en La Rambla de Barcelona para embaucar a los turistas que aterricen en un aeropuerto que se ha quedado muy pequeño pero que, faltaría más, dispone de un jardín monísimo.
¿Qué ganas de celebrar la Diada, verdad?