Quién sabe si el peor mal que podemos atribuirle a una persona —o a una ciudad, que no deja de ser una tribu de paseantes en colisión— es el de la grisura. Vivir una existencia intermediaria entre el blanco y el negro, sin implicación alguna en las cosas, representa la derrota moral del pusilánime. Subsumir el arte de la política a la discreta gestión del día a día, como ocurre hoy en la Catalunya narcotizada del PSC, conlleva la muerte del ciudadano, arrojado al tedio. “No hay ningún compadre que no esté inmerso en las entreluces de su situación, rodeado de varias personas cercanas y de innumerables de lejanas con sus propios campos de medias luces”. Así de moralista se nos ha puesto Peter Sloterdijk, que ahora podemos leer de nuevo en catalán (en una impoluta traducción de Amadeu Viana) gracias al trabajo titánico de los editores de Arcadia; la cubierta de Pensar el gris, oh sorpresa, también es gris.
Antes de equiparar la grisura con la miseria moral y el aburrimiento, dice el pensador de Karlsruhe, la filosofía se había propuesto entender el misterio que se esconde en la confluencia de la condición gris. Primero fue Platón (ojo a la frase bella; “aquello que los esclavos de la caverna de la percepción tienen delante es un mundo dominado por la materia, donde sólo se aferra un resto de color, un residuo de luz grisácea que se detiene al borde de la pérdida total de luz, a punto de hundirse en la pura negrura”), después también está mi querido Hegel (citemos de nuevo; “el gris es el color de la mediación, lo que proporciona al mundo un resultado que resiste ante la lucha de los extremos”). Esta bella zona de intermedios que parece un no lugar absoluto decae, tiempo después, cuando el color se asocia a la pulsión más totalitaria; “el desarrollo formal del Estado en Europa desde el siglo XVII debería explicarse como la historia alargada de un agrisamiento”.
Pero no todo es malo en la grisura. Cézanne, lo recuerda el autor, decía que un pintor no es competente hasta que no retrata el color gris; quién sabe si el genio de Aix-en-Provence habría gozado mucho pintando ciudades como las de ahora que, a pesar de la presencia empalagosa de luz, no dejan de ser acumulaciones de tonalidades que se decantan hacia el gris. A pesar de la pretensión multicolor impuesta por los cursis del modernismo nostrat, Barcelona es también una ciudad de tonalidades grises. Hay muchos conciudadanos empalagados del gris de algunos edificios dictatorialmente soviéticos, como las delegaciones de Hacienda o las horripilantes plazas duras y otras miserias similares. Yo hablo más bien de la deliciosa grisura sucia del panot flor de Barcelona de nuestro gran Puig i Cadafalch, del color gris claro al que ha mutado el mármol travertino del Pabellón alemán, e incluso el gris indiferente y chabacano de los esgrafiados de Picasso que coronan el COAC.
Sloterdijk, si se me permite la espantosa broma, lo ve todo un poco más negro y dice que nuestra existencia gris reside en la indiferencia general respecto al mundo exterior, una vida tediosa que salvamos a base de falsas libertades (como veremos ahora que viene Navidad, atenazadas por la calendarización del consumo) que se asemejan a menús de restaurante chino. Diría que nuestro pensador, ahora que llega a la senectud y quizás debido a la sequía cultural-económica de su país, se nos ha puesto místico-sermonero: “No hay ningún yo que no se enfrente la elección de disolverse en la deriva de las circunstancias —gris de dimisión— o de retirarse a la media activa —gris de modestia al servicio de grandes acontecimientos—“. Ahora que todos estamos medio deprimidos, resulta algo fácil caer en la tentación pesimista; pero diría que, al final del camino, Sloterdijk nos encomienda a reconciliarnos con la potencia de un gris benigno en la ambivalencia.
Reconciliémonos, pues, con la ciudad más gris. Visitemos el espantoso final de la Via Laietana, justo antes de volcarse en la Barceloneta, notemos la incomodidad con la que nos sorprende la sede del DHUB de la peña MBM en Glòries o incluso intentemos buscar algo bello en el friso del Edificio Novíssim del Ayuntamiento, obra del plasta de Subirats. Nos sorprenderá encontrar ahí alguna forma de paz e incluso de esperanza dentro de las medias luces.