Dachau, 2023

Es una mañana soleada de primavera. Nuestro tren ha salido con puntualidad germánica de la Estación Central de Munich. Tan pronto como dejamos atrás la ciudad, nos conmueve la belleza del paisaje: campos de colza de un amarillo intensísimo, grandes arboledas de un verde intenso y pueblecitos de casas blancas con tejado de pizarra, ordenados y elegantes. Me fijo en que en las estaciones por las que pasamos hay decenas de bicicletas aparcadas y ni un papel en el suelo. Entre el pasaje, hay quien lee, quien escucha música con auriculares y quien, como yo, mira distraídamente por la ventana. Nadie grita, tampoco se oye ningún teléfono móvil y, quienes hablan, prácticamente susurran. Siento envidia de estos alemanes tan civilizados que van en bicicleta y no levantan la voz.

Entonces, la megafonía anuncia que estamos a punto de llegar a Dachau y un escalofrío me recorre el cuerpo. Nada más bajar del tren, hay un cartel que anuncia la última edición del tradicional Christkindlmarkt de Dachau. En Navidad, el centro de esta ciudad de cuarenta mil habitantes situada a veinte kilómetros de Munich se ve que se llena de luces de colores, villancicos, bucólicos puestos de artesanía y miles de personas que beben glühwein para entrar en calor. Me parece siniestro, no puedo evitarlo. Desde el autobús que nos lleva al antiguo campo de concentración, observo algunas escenas cotidianas de esta ciudad bávara tristemente famosa. Una señora mayor que sale de una tienda con una bolsa llena de víveres y un ramo de tulipanes, una chica joven que pasea a un bebé dentro de un cochecito, dos adolescentes que miran algo en el móvil y se parten de risa y un albañil que reforma una casita rodeada de jardín. Me perturba su normalidad. ¿Por qué? ¿Qué esperaba?

De la misma forma que Ravensbrück, Buchenwald, Auschwitz o Mauthausen, para mí, el nombre de Dachau siempre ha sido sinónimo de horror. Los campos de concentración y exterminio, los hornos crematorios, los crímenes más abyectos, las torturas y humillaciones, los experimentos más terribles e inhumanos, las vallas de alambre, los barracones, los uniformes a rayas, el triángulo rosa invertido, la estrella de David amarilla, millones de hombres y mujeres explotados hasta la muerte, niños gaseados o muertos de un golpe de culata, personas y más personas despojadas incluso de su nombre y reducidas a piel y hueso, montañas de cadáveres…

En la primavera de 1933, hace noventa años justos, los nazis abrieron en Dachau su primer campo de concentración. Durante los doce años que estuvo en funcionamiento, 200.000 hombres fueron encerrados en sus instalaciones: unos por ser adversarios políticos, otros por ser homosexuales, gitanos o, por supuesto, judíos. En pocos días, tras la Kristallnacht o Noche de los Cristales Rotos (9 de noviembre de 1938), llegaron cerca de 10.000.

El antiguo campo de concentración de Dachau es hoy en día un memorial que nos recuerda una de las páginas más terribles de la historia europea del siglo XX. Debemos agradecerlo a sus prisioneros supervivientes quienes, tras la liberación, lucharon para que su enorme sufrimiento no cayera en el olvido. Caminar en silencio por las antiguas cámaras de detención y tortura, por el patio en el que los prisioneros eran obligados a formar durante horas o por el crematorio donde tantos fueron eliminados sólo tiene sentido si nos vacuna contra todo aquello que encarnó el nazismo. “Der Toten zur Ehr, den Lebenden zur Mahnung” (“Para honrar a los muertos, para advertir a los vivos”), como se puede leer en el pedestal de la estatua al prisionero desconocido).

El antiguo campo de concentración de Dachau es hoy en día un memorial que nos recuerda una de las páginas más terribles de la historia europea del siglo XX

Paradójicamente, lo que más me ha enervado de Dachau ha sido ver como cerca de la valla que delimita el perímetro del campo se han construido, recientemente, un puñado de elegantes casas unifamiliares con grandes ventanales y vistas a sus siniestras instalaciones. ¿Puede que sea esto superar el pasado y cerrar las heridas? Permitidme que lo dude. Más bien, diría que se trata de una cierta banalización de la memoria.

Por supuesto que los ciudadanos no son responsables de los errores de las generaciones que les han precedido, pero sí que tienen el deber cívico de preservar i respetar sus espacios de memoria, por dolorosa que esta sea. Y esto vale para Dachau, pero también para Barcelona.