Este calor tercermundista que se apodera de los huesos, dejándote absolutamente inútil para cualquier actividad humana. La obligación, tan absurda como imposible, de aprender a desconectar del trabajo y de los agobios de la vida en general, para pasarse una tarde siendo consciente de lo bonito que es mirar el paisaje sin dar palo al agua. La necesidad de llenar artificiosamente las tardes de verano con la lectura de novelas decimonónicas que uno opina que debería leer antes de morir, la mayoría de las cuales —en especial las rusas— están pobladas de cientos de personajes indistinguibles unos de otros (Kútzhov, María Dimítrevna, el príncipe Andrei y etcétera). Esta espantosa fiebre veraniega, muy parecida a la enfermedad que conlleva el cambio de año, según la cual uno debe imponerse proyectos ilusionantes de cara al próximo curso, todos ellos con el objetivo de mejorar como persona y ejercitar el alma.
También está la gente, que se esconde bastante educadamente durante las demás estaciones, y ahora emerge como una plaga en cada rincón del territorio. Las repulsivas imágenes de Instagram, en especial la de mis coetáneos cuarentones que viajan y festejan la vida como si todavía fueran adolescentes, rodeados de los amigotes del curro o de los compañeros del instituto (son los mismos que se manifestaron gallardamente contra el turismo masificado en Barcelona y que ahora embuten irresponsablemente la mayoría de pueblos y calas de Formentera, todo el día haciendo el asno).
No hay que olvidar los festivales musicales de verano, la mayoría de los cuales presentan una programación absolutamente ramplona, de una falta de gusto estético francamente vomitivo, lo que resulta especialmente alarmante en el caso de los situados en el Empordà. En este apartado especial, también cabe mencionar a los barceloneses, que invaden esta tierra —quién sabe si la más bella de nuestro país— contaminándola con sus vocales excesivamente abiertas y su horripilante costumbre de salpimentar nuestra maravillosa lengua con sus diminutivos absurdos: roquetas, pueblecito, barquita y cualquier horterada. Su irrupción debería estar penalizada por la ley, porque con ellos han traído aquí un espantoso ejército de mercados de artesanía (toda creada en fábricas de China, faltaría más) y una acumulación de food trucks inaudita en todo el planeta.
Cabe mencionar también la obsesión de los barceloneses por vestirse como si fueran marineros celebrando la primera comunión, especialmente —si militan en Convergència— cuando van ataviados con los habitualmente espantosos pantalones de lino blanco.
Nunca acabaríamos, porque también hay que odiar con todas las fuerzas las consecuencias gastronómicas del éxodo barcelonés en todo el país, lo que —en el caso del Empordà, y disculpen mi obsesión— se traduce en una serie de menús de degustación centrados en la gamba de un mal gusto oceánico, donde nuestros sufridos restauradores incluso acaban incluyendo el gazpacho de gambas… virgen santa.
También hay que odiar con todas las fuerzas las consecuencias gastronómicas del éxodo barcelonés
Deberíamos odiar también las programaciones de verano de la mayoría de medios de comunicación del país que, en vez de alegrarnos tardes y noches con alguna película mínimamente digerible, se empeñan en programar “espacios fresquitos” de un mal gusto evidente. No se sabe por qué, pero en verano todo termina oliendo a cloro y patatas chips con aceitunas baratas. Resulta algo insufrible, así como la actualidad política (que antes se centraba en reportajes absurdos sobre cómo nuestros líderes pasaban las vacaciones en Cadaqués), y ahora va y nos pegan cada tarde una turra sobre las últimas novedades de las excursiones de Puigdemont.
No tienen piedad de nosotros, ciertamente. Ante tanta ignominia, contemplando un espectáculo tan deprimente, uno sólo puede acabar clamando al cielo para implorar un deseo: se llama septiembre, por favor, septiembre.