Hay infraestructuras culturales que sufren el síndrome del gafe. De ser uno de los cafés-concierto de más renombre del Viejo Continente, epicentro del Paral·lel indisciplinado y gamberro de la Barcelona del XIX, durante los últimos años El Molino ha ido muriendo paulatinamente, porque se le ha condenado a convertirse en una réplica barata de la cultura del music hall y del cabaret en el que había sobresalido a inicios de la mal llamada Transición a la democracia. Cada nueva administración cultural barcelonesa ha regurgitado el mantra de “recuperar el Paral·lel” y revitalizar teatros como El Molino, oficio imposible pues, como ha recordado el colega Andreu Gomila, el Paral·lel ancestral contaba con un entorno de teatros ahora cerrados (el Pompeya, el Talia, el Bataclan, el Nou Teatre o el Arnau) y de cafés ancestrales (Español Rosales, Tranquilidad y etcétera) que han quedado sustituidos por restaurantes de kebab.
El problema, en definitiva, es que esto de “recuperar el Paral·lel” es una frase recurrente que nadie sabe exactamente qué demonio significa. El hecho es lastimoso, porque la ciudad dispone de mecanismos suficientes como para conectar las inquietudes del presente con su historia. Recomiendo a nuestros actores culturales, por ejemplo, que repasen el catálogo de la maravillosa exposición El Paral·lel: 1894-1939, comisariada por mi querido Xavier Albertí, donde se explica perfectamente que la eclosión cultural del barrio fue producto de un cambio urbanístico derivado del Plan Cerdà (quien, a parte de inventar el Eixample, hizo explotar el antiguo distrito V ravalero y el barraquismo teatral del pasen y vean hacia Montjuïc) y de un cambio cultural a partir del cual una nueva clase obrera barcelonesa reclamó un altar de representación cívica en catalán que se alejase del teatro burgués menestral del Liceu o del Tívoli.
Reflotar El Molino o el Paral·lel no implica que teatros actuales como el Victòria o el Condal tengan que programar a diario cuplés de Rosend Llurba. Pero la efervescencia teatral de este Broadway nostrat no despegará si sus infraestructuras no conectan de alguna manera con el pasado y buscan nuevas formas de representación que tengan cierta continuidad con ese teatro obrero de ideología popular. Esta semana, sabíamos que la productora Barcelona Events Musicals —organizadora del Cruïlla, magníficamente comandado por Jordi Herreruela— se hará cargo de la programación musical de El Molino con un plan de “músicas minoritarias” (no sé si la expresión se refiere a programar cuartetos de Stockhausen o a recitales de rumba catalana); se continuará, en definitiva, copypasteando un modelo cultural que nada tiene que ver con su legado.
Las ciudades cambian y sus barrios son productos de la habitual depredación del fenómeno globalizador. Sin embargo, a riesgo de hacerme pesado, la historia es un valor y la tradición pesa mucho porque es justamente lo que no podemos alienar de nuestra memoria. Desgraciadamente, la mayoría de nuestros equipamientos ignoran absolutamente su profundo enraizamiento en la historia de Barcelona: es así como la ópera catalana sólo es una triste nota al pie de página de la programación de un teatro público como es el Liceu o que tenemos la desgracia de contemplar cómo uno de nuestros dramaturgos más geniales, Àngel Guimerà, no tendrá ningún peso singular en nuestros teatros durante el año del centenario de su muerte. La pregunta que se impone, por tanto, es si el Paral·lel puede establecer una conexión entre la producción teatral-musical de la Barcelona obrera y fenómenos similares o concomitantes de nuestro presente.
Desgraciadamente, diría que estas reflexiones escapan a las inquietudes de nuestros programadores culturales. Deseo equivocarme, pero si el futuro de El Molino pasa por reproducir conciertos que podríamos encontrar en cualquier otro festival del país, este nuevo intento de reflotar quedará en el enésimo naufragio. Es una lástima, porque de patrimonio musical nos sobra. Vuelvo a citar de nuevo a mi querido Albertí quien, en un artículo reciente en el digital Núvol, recordaba: “Nos dicen los expertos que las dimensiones del patrimonio de lo que podemos llamar teatro musical en lengua catalana son tan considerables como las dimensiones del patrimonio que han generado las culturas lingüísticas vecinas. No deberíamos, pues, jugar con inferioridad de condiciones en este partido. Pero ya nos gustaría jugar con inferioridad de condiciones. El problema es que no jugamos de ninguna manera”. Pues, ay, no hace falta añadir nada más.