Hace pocos días, la excelente editora de L’Avenç, Núria Iceta, recordaba las cifras de venta de libros del Sant Jordi del año pasado. Citando fuentes del Gremi de Llibreters de Catalunya (la entidad que obliga a las librerías a hacer descuentos durante la Diada, una política comercial tan sabia como si el Gremio de Peixaters decidiera reducir el precio de las gambas en Navidad), Iceta recordaba que, de entre los 1.870.000 ejemplares vendidos, se hallaban hasta 60.000 títulos distintos. A su vez, continuaba la editora, esto implica que las listas de los más vendidos sólo suponen aproximadamente un 6% del total de ejemplares; el dato resulta esencial, sobre todo ahora que suplementos culturales, digitales y periódicos diversos ya esprintan para publicar la lista de los best sellers de Sant Jordi (una elección curiosa que, como sabemos, se fabrica antes de la Diada…).
Dicho de otro modo, es evidente que la mayoría de medios del país focalizan su atención en una parte ínfima del grueso de literatura catalana que se escribe (¡y se lee!) en el país, una serie de libros que –con honrosísimas excepciones– son fast books de los cuales ni puñetero dios hablará el próximo año. Paralelamente, la ansiedad por los ránkings nos ofrece una visión tremendamente parcial de la riqueza de géneros de la literatura catalana; centrándose en la novela (supuestamente orientada a adultos), se descuida continuamente el ensayo, la literatura infantil-juvenil, la poesía o, quién sabe si la víctima más feroz de este darwinismo, el teatro. También debe decirse que este desfase entre el mercantilismo y la compra real de libros demuestra, y no es una mala noticia, que la omnipotencia cultural de los medios tradicionales va de baja.
En esto del llamado periodismo cultural ocurre algo curioso y es que las crónicas de los más vendidos de Sant Jordi, me atrevo a insistir, se escriben semanas antes del hecho (me resulta difícil imaginar un corresponsal de guerra inventándose el ataque de Irán a Israel hace diez días) y la carrera por el más vendido puede llegar a límites risibles como el del año pasado, cuando el título se dirimía entre Gemma Ruiz y Xavier Bosch, como aquella vez en que La La Land obtuvo el Oscar a la mejor película durante unos escasos segundos de gloria. Recomiendo a los lectores –inútilmente, porque lo de la Diada es un eterno retorno del mismo– que se olviden de las listas e intenten pasear por las ciudades y villas del país (esquivando las celebrities que firman libros escritos por otros; antes los llamábamos negros, pero ahora suena muy racista) para encontrar a un buen librero que les regale un libro para leer, y cuanto más lo desconozcan mejor será el descubrimiento.
De hecho, ésta es la costumbre de la mayoría de los lectores del país, que son mucho más soberanos de lo que la gente piensa; así se explica cómo, el pasado año, el libro más vendido llegó a vender poco más de trece mil ejemplares, una cifra notoriamente baja (sobre todo si tenemos en cuenta el dinero que las editoriales se gastan en publicidad y difusión mediática). Hay, por tanto, muchos volúmenes de editoriales comprometidas con la literatura que no llegan a estos números, pero que –en una ecuación basada en la calidad del texto y la artesanía a menudo paupérrima en recursos de sus editores– obtienen un éxito aún mayor. No seré yo quien se dedique a hacer listas ni a recomendarlos un libro, que esto en casa siempre nos ha parecido chabacano. Hace poco lo hacía el Quadern de El País con los mejores libros en catalán de los últimos cincuenta años, situando antes Permagel o Jaume Cabré que El Canvi y Palacios. En fin.
A mí lo de la Diada siempre me ha parecido un algo muy catalán, directamente paranormal, porque hay que ser muy estrambótico para celebrar el comercio de un producto (el libro lo es, por mucho que pese a los románticos) cuya sostenibilidad depende prácticamente de veinticuatro horas de consumo. Pero, dicho esto, que todo el mundo la disfrute como quiera y pueda: a poder ser, más allá de la comida rápida del seis por ciento.