La Bodega Santo Porcello es capaz de civilizar el exceso y transformarlo en belleza. ©Merce Gost Photo

Quiero un bocadillo

Barcelona sólo se salva por su restauración y, afortunadamente, la excelencia de nuestros chefs también se demuestra en el arte de hacer bocadillos

Jesús el Nazareno tenía muy mala leche. Nos condenó a la droga del pan y del vino, repartiéndolos primero entre los próceres de la propia secta y después convirtiéndolos en aquello que los cursis llaman pilares del imaginario colectivo de Occidente. Yo he aprendido, lenta y fatigosamente, a abandonar la cosa del líquido perfumado; pero todavía vendo mi escaso patrimonio por una rebanada. Dentellear el pan, mojar el plato como un loco furibundo hasta que acabe más blanco que el culito de un bebé es, con el consuelo del tabaco, el único vicio que me permite la vida. Quizás por este motivo, en casa celebramos la posibilidad de cenar un bocadillo con una alegría contenida pero vivísima. De hecho, escogimos el piso de la calle Sant Sever, entre otros muchos motivos, por la tentadora proximidad de Can Conesa (canónico bar de bocadillos, con una variedad inusitada) y el minúsculo Frankfurt Sant Jaume que se esconde en el rincón opuesto de la plaza, más parco en cuanto a la posibilidad de elección, pero con una salsa de bocadillos carnívoros que va directa a quemarte el hígado.

En la Bodega Santo Porcello, en la calle Sepúlveda, dejaros guiar por el bocadillo del día. ©Merce Gost Photo

Nueva York me enseñó –qué pesado con Nueva York, por dios– que el bocadillo, lejos de un recurso fácil, resulta un objeto de altísimo valor culinario. Afortunadamente, entre las pocas cosas con las que Barcelona puede competir con el resto de ciudades del mundo se encuentra el arte de saciar bien el estómago. En nuestra ciudad no sólo encontramos espléndidas bocadillerías, sino una serie de chefs magníficos que han encontrado en el pan la vía perfecta de expiación de nuestros pecados. La competencia es tremendamente feroz, pero en casa siempre acabamos decantándonos por el equilibrio perfecto entre el orden y la aventura, y es así como nos precipitamos muy a menudo en la Bodega Santo Porcello (San Antoni). Su Libidine (con roast beef, mayonesa, lechuga y encurtidos) es algo importante, y el Porca Vacca (con queso taleggio, gorgonzola y burrata) os hará sentiros culpables de existir. Dejaros guiar por el bocadillo del día: hace poco me casqué una invención de pancetta coppata con calçots y rúcula que todavía hoy me tiene aturdido.

Del Porcello, como de Italia, valoramos la labor de civilizar el exceso y transformarlo en belleza. Así ocurre también en el Bar Torpedo (Eixample p’arriba), donde el queridísimo Rafa Peña nos regaló ya hace años un local que debería tener cuatro o cinco réplicas en otros barrios de la ciudad. Soy doctor honoris causa en el tema, y ​​puedo decir su cheeseburger es de los pocos ejemplares barceloneses que podría servirse perfectamente en cualquier ciudad norteamericana; también está su bikini de pastrami de lengua, que da asco de suculento. Incluso los plastas vegetarianos tendrán ahí consuelo, porque el bocadillo de berenjena guisada es una de las cumbres paneras de la ciudad; y ojo también a las patatas fritas (complemento indispensable del buen mordisco), porque diría que se encuentran entre las mejores de Barcelona. Espero que Rafa haga todavía más pasta en el restaurante Gresca (y en sus incursiones madrileñas) y pronto pueda expandir el negocio hacia otros lugares de la ciudad.

En nuestra ciudad no sólo encontramos espléndidas bocadillerías, sino una serie de chefs magníficos que han encontrado en el pan la vía perfecta de expiación de nuestros pecados

En términos de excelencia, el único equivalente a los locales de mi olimpo lo he encontrado en Sants es Crema, la entrepanería parrillera del chef Jordi Bernús. Sólo conozco a Jordi de cruzar miradas, pero puedo afirmar que es de los cocineros que suelen caerme bien: un canalla con trasfondo melancólico, apariencia de quinqui y con una dosis altísima de mala leche. Tremendamente afavort, sobre todo si es necesario aplicarlo al arte de brasear carnes. Allí me pimplé el bocadillo de papada de cerdo (fumada durante ocho horas) con achiote y lechuga; una auténtica bomba. El tandoori, la lengua, la tríada de mayonesas y la variedad de panes culminan una espléndida propuesta; esta semana han anunciado un bocadillo hot dog con karaage de pollo, romesco, ensalada de daikon y enoki y queso de teta gallega que tumbará a los más valientes (sí, no tengo ni puñetera idea de lo que significan la mayoría de palabras de la frase; pero esto tanto le da, porque Barnús se me cae muy bien y espero que hoy noche tenga algo de espacio libre en la barra).

Está el bocadillo aristocrático, que nos permite disfrutar sin perder la compostura, pero después está el bocata que nos mancha los labios y nos obliga a lavarnos las manos. Mi persistente depresión a menudo (o demasiado a menudo) me da ganas de sentirme un poco guarro, y es en estas circunstancias cuando desemboco en Mirsch (el Indian Garito de la calle dels Àngels). Diría que su Butter Chicken Pav (con contramuslo de pollo especiado y frito, bañado en butter sauce y un bollo de mantequilla tostado que se deshace en la boca tan fácilmente como el proceso independentista) es, hoy por hoy, el mejor bocadillo de Barcelona. Demencial. Y dale con pringarte de salsa. Pero si hablamos de ensuciarse, uno debe invocar la presencia del pulled pork. En dicho terreno deshilachado, me decanto por los bocadillos del Chivuo’s (con ensalada de col) y el de La Porca, con hierbas y cebolla. Que no se enfaden los demás chefs de la ciudad, porque no soy ubicuo, el tiempo es limitado y los autónomos a menudo no cobramos hasta el día diez de mes.

Tomad y comed, dice el Evangelio.