Reina Isabel II
El éxito primordial de Isabel II fue el de imponer su historia. @Buckingham Palace/ACN

El pasado ha muerto. ¡Viva el pasado!

Un imperio es una máquina de construir el pasado. Las potencias mundiales lo son porque determinan su propia historia (con la inestimable ayuda de submarinos, tanques y bombas nucleares), pudiendo así controlar aquello que los cursis denominan el relato. El éxito primordial de Isabel II fue el de imponer su historia y una forma muy particular de ética personal mediante una estructura política, la monarquía, que ella misma podía intuir casi en vías de extinción al ser coronada en 1953 (actualmente, poco más de cuarenta países en el mundo mantienen esta forma de gobierno, la mayoría de ellos de forma simbólico-constitucional). Hoy podréis leer un puñado de artículos sobre cómo la tozudez de la gran Lilibet ha podido sobrevivir a un ejército de primeros ministros, papas y etcétera: pero lo importante de todo es como la reina ha sido capaz de prolongar una cultura del poder que enterrará su cadáver.

La primera norma del monarca es desafiar la dialéctica entre lo visible y lo secreto. Isabel lo aprendió de sopetón, cuando accedió con muchísimas reservas a televisar su extraordinaria ceremonia de coronación. Desde entonces, la reina ha sabido surfear muy hábilmente entre esta primera sobreexposición, manteniendo el nivel de secrecy que pide la corona: sabía perfectamente, en definitiva, que para generar admiración, cuchicheos y miedo es muy importante no ser vista del todo. Hoy la política juega a la banalidad de un exceso de transparencia, nuestros líderes son esclavos de la opinión híper-veloz que exige Twitter; la gracia de la reina y de cualquier monarquía es justamente que uno ignore qué piensa exactamente el monarca. De hecho, como ya nos avisó Hegel en la Filosofía del derecho, da igual si el monarca piensa o no, porque su tarea no es intelectual: su única obligación es la de flotar sobre las contingencias.

Así lo hizo Lilibet; su grandeza ética no es la longevidad, como piensan muchos espíritus banales, sino esa capacidad inaudita para evitar la noticia y situarse en una postura de aparente eternidad femenina. En este aspecto, la reina experimentó una dificultad que convirtió en virtud: como es sabido, de joven nadie daba un puto duro por ella, tercera en la línea sucesoria, con un carisma muy inferior al de su padre y una formación histórico-literaria prácticamente analfabeta. Pero Isabel hizo suyo un concepto igualmente antiguo como es el deber moral (a saber, la secularización del sacrificio) para hacerse fuerte y recordar que en la vida no siempre se puede elegir y que las obligaciones pasan por encima de la diversión. Dicen que la labor de un monarca perspicaz es modernizar una institución de naturaleza vetusta. Justo lo contrario; el rey, si debe demostrar algo, es que las ideas antiguas todavía merecen la pena.

Las comparaciones son odiosas, pero Carlos III (futuro Carlos “el breve”) no podrá mantener el mismo paradigma cultural, y no sólo porque una gran parte de la población inglesa y mundial lo asocie a un Tampax, sino porque ha accedido al trono en un mundo afectado de post-colonialismo (uno de sus últimos discursos institucionales aconteció en Barbados que, tras proclamar su independencia en 1966, prescindió de la monarquía del Reino Unido en una ceremonia sórdida en la que Carlos tuvo que admitir que “ los días más oscuros de nuestro pasado, y la estallante atrocidad de la esclavitud, manchan para siempre nuestra historia”). En este nuevo mundo que viene, a Carlos le será casi imposible seguir la regla de su madre –a saber, tener poder sin comandar estructuras de poder– porque, insisto, hoy todo se hace visible y los líderes deben hacerse perdonar continuamente. Hará bien abdicando as soon as possible. 

Resulta muy notorio que los únicos momentos de crisis que Isabel II vivió en la etapa moderna de su reinado fueran la reacción de la muerte de la princesa Diana (la reina fue acusada de falta de empatía en un mundo que prima la compasión, el luto y las emociones en la sabiduría), las excursiones del príncipe Andrés al islote del depredador sexual Jeffrey Epstein y el exilio del príncipe Enrique con su chati americana. Todo ello, signos de un tiempo donde la cursilería se expande, donde es casi imposible no hacerse fotos con jovencitas menores de edad y donde el sacrificio personal te da lo mismo cuando tienes suficiente pasta como para hacer lo que te salga de la entrepierna. Con Isabel ha muerto una parte del pasado y la monarquía británica lo tendrá difícil para recuperarlo. Pero, como dice la sabiduría popular, del Reino Unido todo el mundo se chotea, pero los isleños siempre se salen con la suya y el mundo acaba imitándolos en casi todo lo que hacen.

Descansa, mi reina, propietaria del pasado.