No, no es una falta de ortografía. Como otras muchas ciudades del mundo, Barcelona ha incorporado a los repartidores a domicilio como una de las criaturas más visibles de su zoológico urbano; a su vez, el hecho de “pedir un Glovo” ya forma parte de un imaginario lingüístico que subsume el acto de comer a que nos envíen el menú a casa bien calentito. Para los habitantes de Ciutat Vella, los repartidores de manduca son una especie de vecino fantasmagórico que, si este vuestro servidor fuera un crítico cultural mojabragas, podría definir como una especie de homeless itinerante muy bien avenido con la modernidad líquida; en efecto, suelen ser conciudadanos racializados que nos llevan la cena al hogar como una especie de reyes magos, unos seres que viven el estrés de una ciudad en perpetuo movimiento, la Barcelona gloval, pero con los que a duras penas intercambiamos un simple diálogo de cortesía y medio euro de propina.
A diferencia de la mayoría de los barceloneses, suelo estar tremendamente a favor del capitalismo y de los genios que aprovechan nuestra vaguería para hacer negocio. En este sentido, visto que el paradigma gloval se apoderará de la mayoría de ciudades del planeta, celebro que Barcelona lidere el sector y envidio la genialidad de Óscar Pierre y Sacha Michaud al inventarla (puestos a congratularme, también aplaudo que sus fundadores se atraganten de pasta tras vender parte de la empresa al gigante Delivery Hero, también consiguiendo que Glovo tenga previsto abrir un centro de casi 30.000 metros cuadrados en el campus Mile 22@ de nuestra ciudad). Mi condición de liberal, sin embargo, no obsta para que también me tranquilice el tesón del Gobierno al auditar a las empresas de reparto para que sus trabajadores no caigan en el estatuto casi esclavista del falso autónomo y así puedan ganarse la vida dignamente.
La existencia de la Barcelona gloval no afecta sólo a la economía y al paisaje urbano (unas calles en las que cada vez se anda menos y que se acercan a ser meras autopistas del consumo); también es el signo de un enclaustramiento existencial y de una vida cada vez más centrada en la burbuja del hogar, un paradigma de ser que, a pesar de haber sido fruto de los daños de la covid, va más allá del miedo con el que el bichito amarillo de Wuhan nos ha convertido en más sedentarios. La existencia gloval maximiza una comodidad y rapidez en el consumo que, de ser exponencial, provocará en breve que salir a cenar fuera de casa o tomarse la molestia de ir a mercado puedan convertirse en actividades prácticamente anacrónicas. Sin ser un tecnófobo ni un nostálgico de lo rural, a menudo me pregunto si lo que hacen mis vecinas de hacerse traer el cruasán del desayuno a casa, cuando tienen una panadería a dos minutos, no acerca la pereza a la locura.
La existencia de la Barcelona gloval no afecta sólo a la economía y al paisaje urbano, también es el signo de un enclaustramiento existencial y de una vida cada vez más centrada en la burbuja del hogar
Pero tampoco soy un moralista y he vivido también el surrealismo que excita la existencia gloval. Hace pocos días, en casa tuvimos antojo de churros. Servidora, miembro de la generación X y producto de finales del siglo pasado, procedió a mover el trasero para bajar a la calle Petritxol, a trescientos metros de casa. Como era esperable, en Navidad los barceloneses inundaban histéricamente La Pallaresa y la Dulcinea con unas colas dignas de un concierto sorpresa de Bruce Springsteen (sí, la metáfora también es de Xer). El precio de mantener la merienda en pie fue abrir Glovo y pedir unos churros con chocolate de la Churrería Jessy del barrio de la Creu Coberta que llegaron en poco más de veinte minutos (no sólo estaban muy buenos, sino que mi condición de nostálgico acabó aún más humillada con un churro posmoderno, relleno de Nutella, que era el mejor de todo el pedido, by far).
Si pasamos de la anécdota a la categoría, de cara al consumo, siempre será mejor que yo no acabara volviendo a casa con las manos vacías y sin aflojar un euro en las granjas de mi entorno con tal que los propietarios de Jessy y el repartidor que me llevó de forma tan diligente a los churros a casa tengan trabajo. Todo esto ya lo tenemos bien asumido, pero también hay que advertir que la existencia gloval puede acabar convirtiendo en realidad el sueño húmedo de las élites que se esfuerzan por una sociedad más casera, perezosa y, por tanto, conformista y controlada. Esto no es culpa ni responsabilidad de los fundadores de Glovo, pobrecitos hijos míos, que han tenido la gracia de convertir nuestros antojos en un plato de Nachos con queso de aquellos que te envían la dieta a tomar por el saco. Pero hay que estar atento, porque las invenciones que maximizan nuestra comodidad también pueden, e insisto en el pueden, acabar cosificándonos.
Como la mayoría de lectores, este apuñalador intenta buscar la convivencia entre la tradición y el cambio de paradigma. Hoy (escribo la Punyalada, como siempre, los viernes antes de comer) con los amigos invadiremos con fervor la cocina de la bodega Gelida o de Can Vilaró, los restaurantes que resisten la diversidad culinaria de Barcelona a base de crestas de atún y fricandó. De noche, con el frío aumentando y el cansancio de tanta Navidad y tanto jolgorio absurdo, quizás acabemos cediendo a la tentación gloval de unos nachos de La Taquería que se ingerirán apresuradamente desde el sofá. Este equilibrio, una especie de tercera vía social-liberal, me parece un buen pacto con la realidad. O quizás son cosas de la crisis que nos acecha cumplidos los cuarenta.