La crítica musical y la commonplace planetaria ha dictado sentencia; dicen que Motomami es un disco en el que nuestra Rosalia se ha puesto al final y conscientemente el traje de estrella global. Parece indiscutible; las dieciséis canciones de esta excelente sinfonía (corrijo, el álbum es más bien una suite barroca en la que la euforia es rápidamente contrastada mediante un pequeño enclaustramiento de fragilidad amorosa) muestran una craftwomanship de estilos –del flamenco consanguíneo a la artista, al reggaeton o al bolero– que podrían satisfacer por igual a un habitante de Riudellots de la Selva, de Kra Daadi o Tai’an. A su vez, la compositora-cantante ha sido suficientemente hábil subsumiendo los fragmentos de su imaginario a un significante vacío, el del concepto Motomami, que mezcla el empoderamiento femenino de meterse una Kawasaki gigante entre las piernas con el cuidado que se desprende de la maternidad, en una reivindicación de la mujer que se sabe líder pero que también sustenta la exclusiva de la caricia filial que le es exigida por la madre naturaleza.
Todo esto es cierto, pero diría que lo importante del tema (sucede con Rosalia, pero también es oportuno para saber la estrategia de cualquier gran artista; y ella lo es) es ver desde dónde habla su voz y, en definitiva, a partir de qué lugar oculto se despliega dicho afán de globalidad de todas sus canciones. Sin pecar de barretinaire, opino que Motomami es una secreta reivindicación doble de la catalanidad que se inspira directamente en lo que Dalí había descrito como las dos especialidades de la catalana tribu: el empatollar-se y l’embolica que fa fort. Traducido en términos contemporáneos; imponerse al mundo petándolo fuerte, pisando la cara de quien haga falta y, sobre todo, ganando mucho dinero. ¡Traigan Versaces, champán y que viva la alegría! No es una idea menor: sin un estado ni un ejército que apoye a nuestro pobre dialecto y a nuestra pequeñez demográfica, Rosalia sabe que, como Dalí, el mundo sólo nos escucharé si nos hacemos los chulos y, sobre todo, si tenemos mucha pero que mucha pasta.
Pero la segunda cosa que hace totalmente catalán este maravilloso producto (más allá del entrañable audio de la abuela advirtiendo a la superestrella mundial que tenga un cierto miedo de Nuestro Señor y que no se olvide de regar a menudo el huertito familiar) es una sinuosa pero inquietante idea de pudor. Esta dualidad del saberse poderoso pero tener siempre algo de pesar al mostrarse, queda patente en la pequeña obra maestra del disco, la canción Hentai. Como sabréis, la palabra nipona se refiere a un género de cómic japonés estrictamente pornográfico pero que también tiene un contenido de sensualidad muy sugerente. La propia artista ha querido marcar la dicotomía de esta canción afirmando que quería componer una especie de balada tipo Disney, pero con una letra muy explícita de contenido sexual. La elección puede ser humorística, en una primera audición, pero después vemos como el choque entre el placer de dar y la pérdida de darse del acto sexual es lo que hace latir justamente la noción del pudor espiritual.
La segunda cosa que hace totalmente catalán este maravilloso producto es una sinuosa pero inquietante idea de pudor
Te quiero ride como a mi bike/Hazme un tape modo Spike/Yo la batí hasta que se montó/Segundo es chingarte, lo primero e’Dios. Más claro el agua; ante la apertura del placer sexual existe la certeza de un cierto temor del disfrute (Tan rico no puede ser) y la presencia castradora-inspiradora de la divinidad. Esta sombra vergonzante sobrevuela todas las canciones del disco, especialmente aquellas en las que Rosalia es consciente de su futura fama mundial pero recuerda que la vida de una popstar tiene altibajos, que la celebridad es demasiao traicionera, y cómo/ella viene , se te va/sabe que será celosa, yo nunca le confiaré./Si quiere’ duerme con ella, pero nunca te vayas a casar. Me apasiona esta descripción tan nostrada del “sí pero no” que exhibe Rosalía, esa autóctona voluntad de tocar siempre con los pies en el suelo a pesar de que el mundo (¡ahora sí!) nos mire, un pesar que supura un pudor que se mezcla con la conciencia de estarlo petando pero admitiendo que no te lo mereces del todo.
Motomami no es un disco (sólo) para escuchar, sino que Rosalia lo ha urdido básicamente para pensar; de ahí que sus hits sean difíciles de escuchar como piezas sueltas y aisladas. Su pensamiento, a pesar de lo que digan los etnocentristas de nuestra casa que le reprochan no escribir más canciones en catalán, es más de la terra que el Pi de les Tres Branques, y si ello acontece así es porque mezcla nuestra infinita expansión con ese sentimiento de pudor que nos causa siempre la victoria. Todo lo que os escribo la artista no lo ha dicho, ni puta falta que hace, porque ya me tiene a mí para contarlo. Es una tarea menor, pero necesaria.