Hace días que me ronda por la sesera la noticia del ránking de ciudades más sexuales del mundo que acaba de publicitar la distribuidora de bebidas alcohólicas The Bottle Club. El narcisismo prototípico de los barceloneses ha provocado que la mayoría de digitales y periódicos de la ciudad destaquen el hecho de que ocupamos el duodécimo puesto de la lista (una buena nota; gana Londres, seguida de Las Vegas y Nueva York) y el complejo de inferioridad propio de la tribu ha enfatizado que todavía estamos lejos del cuarto puesto que ocupa Madrid. Más allá de la anécdota (de hecho, hay que aclarar que el ránking no habla de ciudades sexuales sino de seductive cities), lo interesante de la cuestión consiste en ver cómo el campeonato se elabora a partir de paradigmas muy vetustos de la presencia del sexo en una ciudad, como su número de strip clubs, la cantidad de “pervertidos” por metro cuadrado, las estrellas del porno residentes o los restaurantes en los que los comensales se pueden regalar ostras y champán.
Habría que situar esta lista en comparación con un libro precisamente publicado en Estados Unidos (Rethinking Sex: a provocation), un texto en el que la periodista del Washington Post Christine Emba ha puesto en duda las ganancias de libertad de la revolución sexual apostando por un retorno a cierta trascendentalidad íntima y espiritual de sexo que vaya más allá del paradigma casual. A parte de la tesis de fondo del libro, Emba comparte unos datos notorios sobre la falta de actividad sexual entre los jóvenes de su país: citando un artículo de los Archives of Sexual Behaviour, escribe que entre 2009 y 2018 la proporción de adolescentes que afirma no tener ninguna relación sexual creció del 28,8% al 44,2% entre hombres y del 49,5% al 74% entre mujeres. Los datos son relevantes, pues muestran cómo la generación más liberada de la historia (también la que ha aceptado la vida queer con más alegría) está entrando rápidamente en el camino desértico del celibato.
A la luz de estos datos, y poniendo entre paréntesis la idea de volver a una actividad sexual más meditada e incluso netamente romántica, queda manifiesta la absurdidad de analizar la conducta sexual (o seductora) de una ciudad mediante raseros tales como la cantidad de hoteles por horas de los que dispone o las toneladas de champagne que te puedes pimplar. A todo esto se le añade el enclaustramiento de estos últimos años que, contraviniendo el tópico según el cual el fin de la covid implicaría un auge de orgías y fiestas sin límites, notamos como la desconfianza hacia el otro y el miedo a la exterioridad ha conllevado que el solo pensamiento del acto sexual sea problemático. Se puede comprar o ignorar la tesis de fondo de Emba según la cual el mundo del dating y las aplicaciones de internet han acabado convirtiendo el sexo en una actividad cosificada, parsimoniosa (lo cual, dice ella, debería llevarnos a pensar que el sexo consentido no siempre es disfrutado); pero diría que a esto debemos añadir el hecho más banal de la pereza.
Admitámoslo, queridos barceloneses: follar ya no es lo que era y da una pereza de la hostia. Paralelamente, el mundo híper-tecnológico y post-pandémico (dispensad, odio profundamente los guiones) ha provocado que el tiempo empleado en la seducción y todo lo que la acompañaba, de servir una copa de espumoso a hablar sobre la infancia en términos proustianos, nos parezca una supina pérdida de tiempo mucho menos estimulante que el onanismo de helado y Netflix. ¿Hay sexo en Barcelona? Claro que sí. Y los queridos amigos de La Paloma o La França nunca tendrán que sufrir por su subsistencia, porque siempre habrá amantes furtivos que aprovechen el break de las extraescolares infantiles para regalarse un intercambio de líquidos la mar de agradable. Y de champán, sólo faltaría, seguirá mamándose a cascadas. Pero persiste una pregunta que deviene aún más interesante. ¿Hay falta de sexo en Barcelona? ¿Seguiremos simulando que las estadísticas de muchos países del mundo no van con nosotros? ¿O asumiremos, finalmente, el tedio?