Hacía mil años que no entraba en el Harlem Jazz Club, el mítico bar musical de la calle Comtessa de Sobradiel que, con 35 años de música sin interrupciones a sus espaldas, disputa el honor de ser la sala de conciertos más antigua de Barcelona (hay ilustres rivales a tener en cuenta: Jamboree abrió en 1960, pero pasó por un tiempo de aridez sonora, y Zeleste, inaugurado en 1973, cambió de nombre y ubicación, a lo que deberíamos añadir la longevidad insuperable de salas como el Liceu). Pero todo esto es carnaza para historiadores de la música y, en el fondo, tanto da, porque haber aguantado la musculatura de una programación musical durante siete lustros y seguir haciéndolo en tiempos de crisis económica (más aún en una ciudad con una administración que hace todo lo posible –y lo imposible– para poner trabas o directamente enviar los bares de live music a la tumba) resulta algo francamente titánico.
Los barceloneses –y la cosa es extensiva a la tribu en general– presumimos mucho de nuestra vida festivalera y musical, pero ese mismo orgullo deriva en una pereza espantosa a la hora de rascarnos el bolsillo para apoyar a nuestros programadores y artistas; de esta guisa resulta obvio comprobar como nuestras salas de concierto cada día se guirizan más (hay que decirlo todo; algunos equipamientos –especialmente los de lo público– lo ponen difícil a los indígenas, con unas entradas a precios de primer mundo para escuchar óperas de segunda). Pero sea por lo que fuere, y aprovechando una sugestión de mi costella, el pasado jueves volví finalmente al Harlem; sonreí sólo con entrar, reencontrando sus paredes mugrientas y las mismas sillas incómodas de siempre (los bares musicales, dice mi maestro Àngel Juez, “han de regalimar”) que finalmente me causaron un dolor de nalgas bien merecido por tantos años de abandono.
En Harlem tocaba la blues band Mr Shingles. Debo reconocer que las armonizaciones estáticas del género y las letras más bien tópicas de sus cantautores no son mi taza de té predilecta. Pero eso da igual, porque el trío formado por Brian O’Mahony (voz y guitarra), Dara Luskin (bajo) y Brian Curtis (percusión) lo hacía todo muy correcto y con suficientes ganas, dado el contexto. Digo esto porque, desde la primera canción, O’Mahony tuvo que dirigirse irónicamente a una mesa de conciudadanos que daban la espalda al escenario, dedicándose a charlar dando voces alegremente durante la mayoría de las canciones. El asunto era noticiable porque, al inicio de la sesión y consciente de la plurinacionalidad del público asistente al concierto, O’Mahony había hecho aquello tan pujolista –y efectivo– de preguntar por los orígenes de la peña; había gente de Bélgica, Dinamarca, Francia, Honduras, Estados Unidos…
Pero resulta que los únicos imbéciles que estorbaban el trabajo de los intérpretes (y el disfrute de la gente que había pagado una entrada con el objetivo de escucharlos) eran de catalanísima sangre. Hay que tener cuidado cuando se viaja de la anécdota a la categoría, porque seguro que en la sala había otros barceloneses que asistieron al concierto sin tanta grosería. Pero llevo muchos años escuchando recitales de clásica en vivo como para certificar que los melómanos catalanes tienen el dudoso honor de ser uno de los públicos de Europa más irrespetuosos con los músicos. En el mundo de la sinfónica y de la ópera, el hecho se traduce en un cúmulo inaudito de toses por minuto o teléfonos móviles intrusivos y el hábito horripilante de aplaudir entre movimientos o demasiado pronto (como hizo un imbécil descomunal, a quien aprovecho para saludar, al final de la reciente Misa Solemnis de Beethoven interpretada por el genial Herreweghe en el Palau).
Desconozco cuál es el mecanismo mental (o el estado psicotrópico) que lleva a alguien a pagar una entrada con el objetivo de no escuchar el concierto en cuestión y así turbar tanto a los profesionales que lo interpretan como a la audiencia que les pretende escuchar. Entiendo que la audición de una Jam no exija el mismo silencio sepulcral que la interminable conclusión de la Novena de Mahler (de hecho, no concebimos un concierto de jazz o rock sin el añadido del tintineo de cristal o el coro popular que surge de la grada), pero existe una distancia sideral entre un murmullo y dicha tabarra. La grosería es aún más supina si se piensa en que el trío de músicos en cuestión se cascó un concierto de casi dos horas de canciones por el que, me jugaría el escaso patrimonio del que dispongo, debieron cobrar poco más de cincuenta euros (o un tanto por ciento raquítico de las ganancias obtenidas por las bebidas durante la velada).
Los melómanos catalanes tienen el dudoso honor de ser uno de los públicos de Europa más irrespetuosos con los músicos
En ocasiones como ésta siento mucha vergüenza de ser catalán, y no sólo porque ponga de manifiesto nuestra supina mala educación a la hora de mostrar respeto hacia la labor titánica de nuestros músicos, sino también por esa cínica habitud que tenemos de indignarnos sin remediarlo. Porque lo correcto, más allá de este artículo, hubiera sido dirigirse amablemente a los conciudadanos en cuestión para pedirles, con la máxima educación posible, que hicieran el fotut favor de chapar la puta boca y tener un poco de respeto por los músicos. Pero ya sabéis lo de la pobre, sucia, triste y sobre todo cobarde tierra. Sea como fuere, ahora que se acercan los buenos propósitos navideños, abandonaré los deseos irrealizables (como la liberación de la nación o que me bajen el alquiler) para centrarme en una pretensión tan simple como que la gente agradezca arte de nuestros músicos a base de callar y escuchar.
De hecho, aprovechemos para aplicarlo a todos los terrenos posibles de la vida. Callemos y escuchemos, que nos irá todo mejor. Y que tengáis todos unas Felices Fiestas, adorados y fieles lectores de esta nuestra Punyalada.