Mis comidas de cocina tribal en Barcelona se perpetran en la Bodega Gelida o en Can Vilaró (cuando hay que ingerir con algo más de gallardía y circunstancia, opto por la magnificencia de Ca l’Estevet, donde siempre se entabla algún que otro socialista que hace de buen insultar y Pepe Cabot sigue imbatible como honoris causa de nuestra restauración). El Gelida significa la apariencia libertaria de los viernes en tardes de inacabable gula: la cocina de los Llopart es una fábrica mágica que regurgita platos y su comedor un compendio de griterío, pero la tranquilidad de su tortilla con sobrasada o calçots me permiten abstraerme del ruido y de las bromas recurrentes de mis amigos. Últimamente al Gelida voy menos porque lo he popularizado demasiado y desde hace años ahí se agolpan jóvenes articulistas y wannabes que querrían escribir como yo sin pagar el precio de haberse quemado los ojos en la biblioteca y también la garganta, sangrante, tras haber vaciado los vasos de vidrio y la carne que nos ofreció Manhattan.
Si el Gelida representa un intento novecentista de desenfreno y un buen espacio para compadecerme de tantos niños fatigados, mi máquina de descanso moral se encuentra en Can Vilaró. Si del Gelida me complace la ordenación del caos, de Can Vilaró amo su pasión por el orden matemático y la estructura netamente piramidal. En la barra siempre está Sisco, que hace de hombre (es decir, saluda y lleva las cuentas) mientras su espléndida descendencia benplantada urde un servicio tranquilo como un movimiento lento de nuestro Garreta. Este orden natural, la persistencia del padre, me regala la oportunidad de ensayar la falacia de imaginarme niño, y es así como en el Vilaró me reencuentro con el espíritu de un ñajo, por ejemplo, ingiriendo las mejores empanadillas que se dan en Barcelona. Los primeros platos son suaves y mediterráneos, porque el exceso en los entrantes es algo demasiado peninsular; la ensalada de cap i pota tiene una dulzura traviesa y el trinxat te deja la lengua porosa como la herida de un santo.
Espero que la familia de Siscu me perdone este artículo, pues nada me dolería más que llenarle el local de podcasters subvencionados por la Corpo y de gente que no sabe urdir bien las frases en nuestra moribunda lengua. Pero no puedo evitarlo porque comer en Can Vilaró es una de las pocas cosas que me da paz en esta nuestra espantosa y adorada ciudad. Existe una especie de placer mediterráneo que sacia sin hartazgo; existe una felicidad barcelonesa que consiste en la medida de un segundo plato sin excesos y con la misma contención de las madrinas de posguerra. Esta ética de la reserva se encuentra en el bacalao con cebolla, en los deliciosos lechones y también en la benignidad del conejo que hornean en Vilaró. En casa somos poco de dulces, pero el flan de requesón es incontestable y dura menos que un padrenuestro. El café puedes hacerlo tranquilo, contemplando Sant Antoni, la única supermanzana que han hecho bien los comunistas.
Cuando a Barcelona le cogen crisis de identidad, lo mejor que podemos hacer sus indígenas es llenar los locales que han persistido dignamente la santa continuidad de los días. Can Vilaró es uno de estos lugares, y es así como quiero cantarle las gracias antes de que los niños desocupados de la ciudad lo invadan y nos obliguen a exiliarnos a un lugar alternativo. Nos será muy difícil, porque Sisco y sus hijas nos regalan comidas maravillosas, oasis y paz en medio de las bombas mediocres que matan de aburrimiento a esta nuestra Barcelona.