La editorial Cossetània acaba de publicar Andar, una filosofía, un librito del pensador Frédéric Gros, original de 2009, que se ha convertido en uno de los últimos bestsellers de la literatura filosófica europea. La popularidad del volumen en cuestión no es fortuita: en pocas páginas, y a través de capítulos que uno puede zamparse fácilmente en la cama antes de sestear, Gros repasa la relevancia que ha adquirido el acto de andar en la vida y en el pensamiento de tótems de la filosofía como Nietzsche, Rimbaud, Kant, Thoreau o los flâneuristes de su país, y todo ello narrado con un estilo atrayente y sencillo, a veces wikipédico y en algunos puntos de una cursilería ciertamente ofensiva incluso para un autor gabacho (“Andar impregna. Andar interminablemente hace pasar de los miedos de la piel a la altura de las montañas cuando nos enfrentamos a ellas durante mucho tiempo, respirar durante horas la forma de los cerros en descenso”).
Enmiendas a parte, merece la pena leer este volumen aunque sea para volver a algunos de los magníficos autores que Gros cita a lo largo el texto, pero también porque la tesis del libro mantiene su vigencia en la actualidad: a saber, el acto de caminar, especialmente en las ciudades, ha acabado resultando una actividad temeraria y contracultural. Dicho de otra manera, en un tiempo donde, a pesar de las restricciones de movilidad propias de la era post-Covid, el teletrabajo nos sigue obligando a vivir permanentemente conectados al correo electrónico y al teléfono móvil, sumidos en una malsana hiperactividad, deambular sin rumbo y con el simple objetivo de dar un paseo resulta profundamente extraño. No peco de metafísico; pensad en cualquier calle de vuestro barrio en Barcelona, si ahí vieseis a alguien paseando, pensaríais que al pobre la falta trabajo y su deambular os resultará prácticamente una afronta a vuestra atareadísima existencia.
“Andando nada se desplaza, en realidad: más bien se da que la presencia se instala lentamente dentro del cuerpo. Caminando no es tanto que nos acerquemos a las cosas, sino que las cosas del afuera insisten cada vez más en nuestro cuerpo”, escribe bien el autor. A pesar de que la mayoría de ciudades occidentales (el Eixample barcelonés es un claro ejemplo de lo que cuento) se hayan urbanizado pensando en la dinámica de movilidad del automóvil, todavía no hay forma igual de conocer el exterior y conocernos más con él que al andar. Desplazarse en automóvil se parece peligrosamente a vivir en un videojuego; los inputs nos obligan a tensar el alma y es necesario que los ojos se adecuen la velocidad. Caminar es otra cosa, y estamos tan poco acostumbrados a ello que la mayoría de seres occidentales van por la calle pegados como yonquis en la pantalla del móvil.
Caminar es otra cosa, y estamos tan poco acostumbrados a ello que la mayoría de seres occidentales van por la calle pegados como yonquis en la pantalla del móvil
Hace poco más de un año, los cráneos privilegiados del Ayuntamiento de Barcelona desplegaron lo que en su particular idiolecto llaman “urbanismo táctico” y precisamente en muchos lugares del Eixample se pacificaron vías tradicionalmente destinadas a los automóviles, ahora reservadas a peatones y ciclistas. Recordaréis el cambio, porque la aparición de pivotes, barreras de plástico, zonas de hormigón y —por encima de todo— las calles pintadas de florecillas azules y amarillas permitieron que los barceloneses nos ejercitásemos en nuestro deporte predilecto: protestar. Preferencias estéticas y políticas a un lado (pienses lo que pienses, resulta una realidad palmaria —y sanitaria— que se debe limitar el acceso de los automóviles en el centro de las ciudades del mundo si no queremos acabar con los pulmones calcinados) lo más curioso de todo ello era comprobar cómo las zonas destinadas a peatones eran y son todavía un desierto: ni dios camina por donde las florecitas.
El hecho es muy natural y no sólo se explica porque las pinturas que ahora citaba sean uno de los ejemplos de fealdad más meritorios de todo el planeta, sino que el acto de caminar se ha ido desnaturalizando de nuestros hábitos de una forma incuestionable. Si ojeáis los últimos Barómetros de la Ciudad (unas encuestas, dicho sea de paso, muy mejorables en términos de presentación y rigor), veréis que la circulación y la movilidad son problemas endémicos para la mayoría de los ciudadanos. En el último número de dicha encuesta dedicado al tema (Julio de 2020), notamos el hecho de que a pesar de que a una mayoría apabullante de barceloneses (77,9%) les gustaría disponer de más espacio para peatones en la ciudad, sólo un 19,2% de los ciudadanos se desplaza habitualmente a pie por la misma (el 28,9% lo hace en coche y el 15,1% en moto). Diría que el teletrabajo hará que estos datos favorezcan un ciudadano todavía más sedentario y perezoso.
El acto de caminar se ha ido desnaturalizando de nuestros hábitos de una forma incuestionable. Diría que el teletrabajo hará que estos datos favorezcan un ciudadano todavía más sedentario y perezoso
Un dato muy indicativo de este tipo de encuestas es que, cuando se pregunta a los barceloneses por sus actividades predilectas de ocio (ir al cine, museos, etc.), la acción de pasear ni se cita. Como decía al principio, el caminar se ha convertido en una excentricidad propia de un homeless que vive sedienta de alguien que lo reivindique. Curiosamente, el caminante ha pasado de ser un flâneur que busca singularizarse con su estética altanera en una urbe cada vez más poblada y despersonalizada, a una especie vagabundo que circula por las calles de la ciudad con cara de incomprendido y ansias de falso revolucionario. No exagero, y diría que el mundo post-Covid todavía acrecentará la incomprensión. Intentad pasear, creedme, y vuestra temeridad será examinada con un lupa por una conciudadanía cada vez más apresurada, víctima del estrés y, diga lo que diga, sedienta de coche.
Caminar es una temeridad. Y yo, amo y señor de esta Punyalada, hoy lo canto más alto que nunca: ¡seamos temerarios!