Fèlix Millet se larga del mundo con un puñado de silencios y hoy, seguro, habrá gente que respirará muy tranquila. ©ACN

Fèlix Millet, un cadáver incómodo

Hay que estudiar a Fèlix Millet como el último antihéroe de un sistema político-económico clientelar que todavía perdura actualmente

A partir de la revelación del expolio en el Palau de la Música y la posterior sentencia condenatoria de la financiación ilícita de Convergència, Fèlix Millet (i Tusell) se convirtió en el único catalán que ha podido vivir la rápida mutación que existe entre un prohombre cultural de Barcelona y un esperpéntico anciano medio moribundo contra quien la mayoría del país –incluyendo alguno de sus cómplices naturales– expulsaba toneladas de bilis. El paso (velocísimo) del Olimpo al Hades va muy bien para disparar chistes, memes y frases de cuñado sobre el antiguo capataz del Palau, pero se queda muy corto a la hora de calibrar la importancia de un hombre que encarnaba la decadencia del país mucho antes de que conociéramos sus aficiones al dinero y que sus excesos (el highlight de todos ellos será, por los siglos de los siglos, la boda de su hija en el Palau, financiada por el suegro) formaran parte del deporte nacional del escarnio.

 Ante todo, Millet es y será un cadáver incómodo para los catalanes, por el simple hecho de que el caso Palau –un proceso que debería haberse llamado “caso Convergència”– acabó cerrándose en falso mediante las condenas de un grupo selecto de chivos expiatorios que todavía hoy representan una mínima parte de toda la mafia que participaba en el asunto. A estas alturas, ni la persona más naïve se imagina que un desfalco tan complejo como el de la entidad fuera un simple pícnic de colegas organizado por Millet, su lugarteniente Montull y el tesorero de Convergència, Daniel Osàcar. Tiene su gracia que, en Catalunya y en todo el estado, los casos de financiación ilegal y de adjudicación de comisiones a cambio de contratación pública afecten solo a comisionistas y tesoreros, liberando de cualquier culpa a una serie de empresas que siguen trotando alegres por el mundo del libre mercado con una impunidad que ya la querría el papa de Roma.

Fèlix Millet se larga del mundo con un puñado de silencios (espero que con algunas notas reveladoras guardadas en algún cajón del Upper Diagonal) y hoy, seguro, habrá gente que respirará muy tranquila. Todo ello es bien sabido, aunque es necesario dejarlo de nuevo en acta. Pero insisto en que la decadencia del personaje es anterior a todo el vodevil del Palau. Si debemos recordar a Millet por algo transcendente es por encarnar a la perfección la decadencia de una burguesía que se había hecho adulta fortificando culturalmente el país (y dejándose unas cuantas toneladas de pasta en el asunto) para acabar viendo cómo hijos y nietos vendían todo su prestigio a cambio de cuatro Ferrari chillones y segundas residencias que parecían una mona de Pascua. El salto que existe entre el padre Fèlix Millet (i Maristany), fundador de El Matí y Òmnium, y su hijo es la transición entre unos activistas de piedra picada y unos simples caixacobri del mundo autonómico.

Habrá que estudiar, y diría que es un trabajo pendiente, cómo la mayoría de élites culturales que aguantaron el país durante el franquismo acabaron degradadas en una descendencia que se limitó a aprovechar los canales urdidos por sus antepasados ​​para inventarse una carrera de alto funcionario. Esto fue Fèlix Millet, un cortesano que peregrinó por el Orfeó, el Barça y Montserrat con la simple intención de utilizar el valor simbólico del resistencialismo catalanista como putita de la nueva partitocracia surgida de la Transición. Resulta tremebundo que, todavía hoy, se excusen las fechorías de Millet recordando que, al menos, Fèlix reformó el Palau llenándolo de billetes y sinfonías, una explicación calcada a la legitimización de las corruptelas como fundamento de modernidad en la España de los 90. Más que desprestigiar a Millet, deberíamos estudiarle seriamente como la encarnación de un tiempo que permanece inconocido.

Esto fue Fèlix Millet, un cortesano que peregrinó por el Orfeó, el Barça y Montserrat con la simple intención de utilizar el valor simbólico del resistencialismo catalanista como putita de la nueva partitocracia surgida de la Transición

Las élites barcelonesas sabían perfectamente de los negocios de Fèlix Millet (aquí todo el mundo se afeita desde hace tiempo o, al menos, todo dios debería saber sumar) y debemos recordar que, en tiempos de Aznar, Hacienda ya había ignorado demandas más concretas que el anónimo con el que se destapó el expolio en el Palau. Durante muchos años, a los empresarios del país ya les parecía bien que Millet se quedara parte de los ingresos de la fiesta, a cambio de que el Orfeó cantara villancicos el día de Sant Esteve y que las empresas de siempre se aseguraran las contrataciones públicas que les tocaban. Millet fue un eslabón esencial del sistema, mayordomo de la party de una serie de peña que, todavía hoy, puede escuchar a Mozart en el Palau con la tranquilidad de saber que nunca tendrán que esconderse bajo un paraguas en su Mercedes. Ahora todo el mundo se ríe al ver al dios caído (y enterrado), pero quien disfruta aún más son aquellos que le pagaron la fiesta al cadáver incómodo.

 Nos ha dejado un señor de Barcelona, ​​de esa Barcelona. Y mientras no se haga limpieza de todo, así debemos referirnos a él todavía. Por mucho que duela.