Soy uno de los perezosos que ha esperado a ver Creatura vía plataforma; me incluyo en dicha tribu vergonzante porque el filme de Elena Martín y la guionista Clara Roquet es de una factura tan bellamente elaborada que merece ser visto y escuchado ante la gran pantalla, lejos de la tiranía del pause y la pasividad del sofá. Cuestiones de formato aparte, es necesario celebrar esta magnífica película que certifica —en primer término— nuestra excelente nómina de directoras; la mayor parte de ellas, y eso también hay que aplaudirlo sonoramente, son portavoces de un cine estrictamente americano, en el sentido de que su arte se cimenta en las emociones para después virar al terreno de la filosofía (yo de ellas piraría urgentemente de ésta nuestra Catalunya fatigosamente aburrida y me largaría a Hollywood, porque allí les ayudarán a parir cine de autor como se practica en el primer mundo, con un montón de millones de euros sobre la mesa).
Creatura es una obra de arte urdida a fuego lento, con una partitura trabajadísima y una simbología física muy cuidada. A pesar de la sinfonía coral de voces, el espectador es obligado a ponerse en la piel de Mila (si Víctor Català cobrase derechos de autor en el más allá, podría encargarse un panteón de oro) y la evolución traumática de su experiencia con el deseo sexual desde la niñez a la treintena. La gracia de Creatura radica en los intentos de sus creadoras a la hora de alejar la historia de castración de una mujer nacida a finales del siglo pasado (por tanto, sometida a vivencias reales como la presión estética, la incomodidad con el propio cuerpo o el acoso chabacano de los machos en perpetua adolescencia) de cualquier discurso moralista, huyendo de antagonismos y retratando unas vidas —en especial, las masculinas— que son así por un cúmulo de herencias y misunderstandings ancestrales.
Este juego de pequeñas catástrofes compartidas se manifiesta especialmente en el personaje de Marcel (si Creatura se hubiera rodado allende los mares, Oriol Pla ya tendría una estatuilla calva en el lavabo de su casa), un hombre en proceso deconstructivo que hace lo posible para entender la dolorosa castración de quien ama. Desde mi perspectiva de género, resulta graciosos asistir al lamento de un macho desbordado por la imposible odisea de asumir la herida de su compañera. La cosa tiene su coña porque, quizás contra la voluntad de sus creadoras, la relación de esta pareja demuestra un hecho tan innegable como que —por mucha empatía y ejercicios de respiración compartida que perpetremos— los hombres somos incapaces de entender a las mujeres por el simple hecho de que nuestro deseo sexual no nos representa ningún tipo de problema filosófico y, cuando la alteridad amada se lo cuestiona, preferimos salir de casa para fumarnos un piti.
En este sentido, y si me permitís disfrazarme de marxista durante un solo párrafo, el profundo moralismo de este filme radica en el retrato sistémico de unas relaciones castradas donde la única catarsis acaba siendo la exposición del trauma-herida de una forma peligrosamente gemela de la adicción. Aquí debemos apelar de nuevo a la figura de Marcel, un hombre que hace todo lo posible por revestirse de feminista (escuchando con una cara de atención muy empática a su pareja y, por mucho que le parezca paradójico, simulando que se lo pasa teta mientras Mila tiene ganas de chuscarse al camarero del pueblo o quiere que le cachetee las nalgas mientras follan) cuando el único problema que tiene es el de reconocer abiertamente que nunca entenderá qué cojones le ocurre a su mujer, también por otro hecho incuestionable: a ella le interesa más sufrirlo en silencio que contárselo poco a poco o sufragarse una buena terapia.
De hecho, también tiene mucha gracia (sobre todo dada la edad jovencísima de las madres de este invento excelso) que la única fuente de paz que acabe encontrando Mila sea mediante una especie de comunión mística con la naturaleza, en la que su urticaria queda levemente mitigada con la sal del mar. Como bípedo parido a finales del setenta, me parece muy curioso que exista una generación de mujeres nacidas en torno a la urbana globalización del olimpismo que (a través de Català y Rodoreda) hayan acabado comprando una idea tan romántica y conservadora como la mistificación de los elementos naturales. A mí, por el contrario, me gustaría leer Creatura como una constatación del hecho según el cual el deseo sexual acaba siendo la causa primordial de la ruptura del contrato social. Por mucho que mi tiempo sea wagneriano, y viva encantado de exhibir la herida, tengo el defecto de seguir mirando al mundo desde el siglo XVIII.
La única obligación de una obra de arte es hacerte pensar. Creatura cumple muy bien con esa condición. También os debo decir —por todo esto de mostrar la herida y no terminarla de compartir, explicar o incluso curar— que es una de las obras más profundamente catalanas que he visto en toda mi vida.