Empieza el Ramadán

Siempre, siempre, desde pequeña, me ha interesado lo que comen “los otros”. Recuerdo bien mi emoción, mi sensación de estar “construyendo un recuerdo” —como dirían los Nabokov delante del barco que había de llevarles, junto a su hijo Dimitri, a América— al probar, por primera vez, el sushi, en Barcelona. Diría que el Yamadori (el de la calle Aribau) es el primer japonés que hubo en la ciudad (es del año 77). Japonés o chino o tibetano o americano… Todas estas simplificaciones me fascinan. El primer Kentucky Fried Chicken me volvió loca, del mismo modo que me emocionó esa primera máquina de vending del Núria, en La Rambla.

¡Excurso! Un día tenemos que hablar de las máquinas de vending, porque en realidad, en realidad, las primeras datan del siglo I antes de Cristo y dispensaban… agua bendita para los templos.

A lo que íbamos. Servidora, si veo un restaurante, por ejemplo tibetano, me tengo que parar y empezar a leer nombres de platos y… terminar comiendo una sopa (creo que se llama thukpa) apta para subir al Everest. Barcelona, ​​para mí, siempre ha tenido este aliciente: ¿Quieres japonés, quieres mexicano, quieres peruano, quieres cocina catalana tradicional? ¿Qué quieres? Lo tienes.

Por esta flaca mía, pues, siempre que conozco a alguien de otra latitud le pregunto si cocina, dónde compra los ingredientes (me suele decir “en la Boquería”) y si tiene algún restaurante, de confianza, a donde ir.

Gracias a esto, he conocido restaurantes mexicanos, peruanos o chinos maravillosos. En la puerta de la escuela hice amistad con una familia marroquí (la amistad indestructible de las meriendas en el parque, el fatídico día de bricolaje escolar y los pastelitos de final de curso). Cuando ésta familia hacía el Ramadán hablábamos mucho. Yo les decía que comer demasiado por la noche, después de un día de ayuno, asesinaría según qué estómago, pero no el mío. Y un día me invitaron a cenar con ellos. La mujer cocinaba de cine y no se pueden imaginar lo que fue.

Mesa puesta: manteles de hilo, platos dorados… ¡Y la comida! Primero dátiles, después, la sopa harira. ¿Cómo les puedo describir la sopa harira? Podría decir que lleva garbanzos, carne, verdura… pero no le haría justicia. Todas las sopas son muy iguales y muy diferentes y todas me interesan. La de mi amiga se hacía triturando las verduras y espesado el resultado con harina. Y, como la sopa Giscard d’Estaing de Paul Bocuse, pero sin trufa, (¿la han probado?) se acompañaba de un pan de hojaldre en el que cantaban los ángeles (si se me permite el momento interreligioso). Mi amiga sabía que uno de los platos marroquíes que me encantan es la bastela y también la preparó. Y luego, hubo empanadas de carne, que se servían en bandejas plateadas, y de postre, pastelitos de miel y un vasito de té. Aquello acabó a las tres de la mañana, y al día siguiente todos a trabajar, sin resaca, eso sí, pero sin nada de hambre a la hora del desayuno, tras una noche de sed intensa. Sed abrasadora como cuando pides pizza industrial, familiar, con ingredientes absurdos.

Si recuerdo esto, que para mí fue un privilegio máximo, es porque ahora empieza el Ramadán. El segundo en pandemia. Si el año que viene estamos abiertos del todo, que supongo que sí, diría que sería interesante que algunos de los buenos restaurantes marroquíes de la ciudad ofrezcan cena de Ramadán a los laicos. Yo iría, del mismo modo que voy cada año —menos el pasado, en el que justo empezó todo— al fin de año chino.