Como suelo hacer cada tarde, el miércoles, 18 de mayo, aparqué mi moto en la esquina de la calle Trinxant con Sant Antoni Maria Claret para ir a entrenar un rato al DIR Maragall. Coloqué el mecanismo antirrobo que se engancha con el manillar, lo cerré con llave y abrí el baúl trasero para coger la bolsa con la ropa de deporte y las zapatillas. Una serie de acciones sin ninguna trascendencia especial si no fuera porque, a diferencia del resto de tardes, me dejé las llaves puestas en la moto.
No fui consciente de ello hasta dos horas después cuando, a la salida del gimnasio, empecé a buscarlas sin éxito por todos los bolsillos. Lo primero que pensé era que me las había olvidado en la taquilla del DIR, pero antes de dar media vuelta y entrar de nuevo en el vestuario tuve la certeza de que, efectivamente, me las había dejado en la moto. Ya has pringado, Francesc –pensé porque, poniéndome en el peor de los escenarios, di por sentado en el acto que me habrían robado la moto. Por lo tanto, me dirigí al chaflán donde la había aparcado con el convencimiento de que se había convertido en el escenario de un robo. Sin embargo, contra todo pronóstico la moto seguía donde la había dejado dos horas antes.
Las llaves, a primera vista, parecía que habían volado, pero entonces me di cuenta de que había una pequeña nota pegada con cinta adhesiva en el manillar de la moto con un mensaje breve que sólo yo –el propietario de la moto y, por lo tanto, de las llaves, podía entender: “Quatre Bar, Trinxant con Sant Antoni Maria Claret”. Levanté la cabeza y, efectivamente, al otro lado de la calle vi que había un bar con ese nombre. Me dirigí al establecimiento y, sin más, el propietario me devolvió las llaves. Sobre el autor de esa buena obra sólo me supo decir que era un hombre del barrio que a menudo pasaba por allí –por la letra, la buena letra, di por sentado que se trataba de una persona mayor– y aunque me hubiera encantado encontrarlo y, como mínimo, invitarle a café o cerveza me tuve que dar por satisfecho rogándole que le diera las gracias de mi parte. Gracias por no haberme robado la moto, por supuesto, pero también gracias por no haber pasado de largo y dejado las llaves puestas como habríamos hecho el común de los mortales –nótese que me incluyo a mí mismo. O sea que gracias, querido conciudadano desconocido por haberte tomado la molestia de coger las llaves de mi moto, dejarlas a buen recaudo y escribir una nota que me permitió recuperarlas.
Conmovido por esa buena acción me subí a la moto con la extraña sensación de estar en deuda. No necesariamente con esa persona anónima que con toda probabilidad acababa de evitar que me robaran la moto sino, en cierto modo, con la sociedad en general. Lo digo sinceramente: espero que pronto se me presente la ocasión de ayudar a algún desconocido que lo necesite.
Quizás penséis que lo que acabo de contar es un caso aislado y nada representativo. ¿Estáis sentados? Pues continuad leyendo: Unos días después, el usuario @LMiliu detallaba en Twitter que, aquella mañana, su cuñado había sufrido un infarto en la carretera de las Aigües y que una chica que pasaba por allí le había dado un masaje cardíaco hasta que había llegado la ambulancia y se lo habían llevado al Vall d’Hebron. ¡La desconocida le había salvado la vida! @LMiliu lo hacía público a través de esta red social porque la familia del salvado in extremis quería agradecer a la salvadora anónima su buena obra. Y Twitter hizo su magia: la heroína de esta historia se llama Tina Montaner. Se trata de una joven que, como todos los días, había salido a hacer deporte por la carretera de las Aigües cuando se encontró con el percal: un hombre tirado en el suelo que sacaba espuma por la boca rodeado por cuatro personas que parecían totalmente superadas por la situación. Tina, que tiempo atrás había realizado un curso de primeros auxilios, en lugar de pensar “ya se espabilarán” y retomar la marcha decidió intervenir y con su buena acción salvó la vida del infartado. Tina se enteró de que el auxiliado había superado el infarto justamente a través del tuit del cuñado.
Ejemplos de bondad como estos seguro que hay muchos más de los que pensamos. El problema es que no se explican porque lamentablemente la bondad genera muchos menos clics que las desgracias y miserias. Quizás porque estamos tan poco acostumbrados a las buenas acciones desinteresadas, ante un acto de bondad se nos encienden todas las alarmas. Es tristísimo, pensadlo. Nunca aplicamos la presunción de bondad. Si un desconocido se ofrece a ayudarnos, siempre sospechamos de su comportamiento. Pensamos que detrás de toda buena acción hay una trampa, un interés oculto, alguien que nos quiere tomar el pelo o engañar. En realidad, creo que la bondad nos incomoda porque sencillamente hace más evidente nuestro egoísmo.
Quizás porque estamos tan poco acostumbrados a las buenas acciones desinteresadas, ante un acto de bondad se nos encienden todas las alarmas. Es tristísimo, pensadlo
Stefan Zweig, siempre Zweig, ya lo describió maravillosamente hace un montón de años: “Cada mañana el diario nos da por la cara guerras y crímenes y matanzas, los delirios de la política desbordan la mente; pero de las bondades que acontecen en silencio, raramente sabemos nada. Y justamente esto nos haría falta en un tiempo como el nuestro, porque toda obra moral desvela en nuestro interior, a través del ejemplo, las fuerzas verdaderamente valiosas, y todo el mundo se vuelve mejor persona cuando sabe honestamente admirar la bondad”.
Pues eso, desde nuestro The New Barcelona Post admiremos la bondad y volvámonos mejores personas.