Concierto este verano en el Teatre Grec. © Xavi Torrent

Populismo cultureta

La política de bonos culturales impulsada por el Ayuntamiento de Barcelona es una nueva muestra de populismo contrario a los intereses del consumidor que acaba alimentando y promoviendo los mandarinatos culturales de siempre

Esta misma semana, la mayoría de medios de la ciudad se han hecho eco del relanzamiento del programa Bonus Cultura con el que el Ayuntamiento volverá a bonificar una parte del consumo cultural de la ciudad para incentivar uno de los sectores profesionales más afectados por la covid. Si uno lee las noticias sobre el asunto sorprende, en primer término, que la mayoría de compañeros periodistas lo hayan publicitado mediante un ejercicio de copy-paste absolutamente acrítico consistente en calcar la rueda de prensa en la que Jaume Collboni y Xavier Marcé calificaron de “éxito” la primera edición del programa (se vendieron 96.000 bonos con un supuesto impacto en el sector de 4 millones de euros), añadiendo que en esta nueva propuesta se invertirá 1 millón de euros y los ciudadanos podrán comprar bonos de 20 euros (y no sólo de 40, como anteriormente, pensando en actividades de consumo más bajo como librerías y cines), pudiendo hacerlo directamente en la web de los 200 establecimientos adheridos al proyecto.

Si en nuestro país existiera algo parecido al periodismo cultural (y no faltan profesionales que lo podrían ejercer a la perfección, sino redactores jefes y publicaciones valientes que hagan algo más que reproducir los anuncios de la clase política y los mandarines culturales del PSC), alguien habría osado preguntarse si un modelo en el que la administración bonifique el consumo, ayudándonos con 5 o 10 euros en comprar entradas de teatro o un libro, resulta una buena idea para reactivar el tejido cultural barcelonés. Si aparte de repetir al dictado alguien hubiera dedicado unos minutos a investigar el asunto también se habría preguntado minucias como dónde van a parar los 0,5 y 1 euros de gestión de la compra (que paga el ciudadano y no el Ayuntamiento) y de paso aclarar cuáles fueron las empresas culturales más beneficiadas en la primera edición del programa o si, como se jactan las autoridades, el resultado final ha provocado un aumento de la creación artística de la ciudad y los oficios que se alimentan de ello.

Por poca investigación que se hiciera, que los programas de bonificación no mejoran el tejido artístico de una ciudad es de parvulario de gestión cultural. En primer lugar porque, como ya ha demostrado este tiempo de pandemia, los ciudadanos lo que quieren es gozar de oferta y que ésta sea lo más diversa mejor; ellos ya son bastante mayorcitos para saber si el gasto en cuestión les valdrá la pena. Teledirigir el consumo a una lista de establecimientos determinados y darles una apariencia más sexy a través de un descuento es una dinámica propia del populismo de países donde bajo la excusa del socialismo se robotiza la vida del ciudadano. Yo no quiero que el Ayuntamiento me ayude a comprar un libro o ir al teatro, en definitiva; lo que deseo como ciudadano es que escritores y dramaturgos dispongan de ayudas de creación que les permitan ejercer su profesión sin morirse de hambre; la decisión de zamparme sus novelas o de asistir a sus obras, si no es molestia, la haré yo mismo, que ya soy lo bastante mayorcito para decidirlo.

Por poca investigación que se hiciera, que los programas de bonificación no mejoran el tejido artístico de una ciudad es de parvulario de gestión cultural

La prueba del algodón de la opacidad del proyecto de bonificaciones es que éste se ha reeditado sin que el consistorio aporte información sobre qué infraestructuras teatrales, cines o librerías han salido más beneficiados en términos de consumo. Si esta información se publicara uno vería como, especialmente en el ámbito teatral, las bonificaciones han ayudado a grupos empresariales medianos y grandes que pueden permitirse tener obras en cartel durante toda la temporada. Si yo adquiero un bono por 40 euros, por ejemplo, y consumo una entrada que vale 24, los 16 restantes los tendré que gastar en esa misma infraestructura, que tendrá ventajas, ya que produce espectáculos y tiene más teatros en la ciudad. ¡Si no los acabo usando, el dinero que se perderá en el espacio sideral, con lo cual la política del Ayuntamiento ha producido el resultado delirante que muchos teatros suban el precio de sus entradas para que acabe ajustándose a la cantidad del bono!

Cartel publicitario de la primera edición del Bonus Cultura. © Desconocido – Goroka (Empresa)

Esto explica que el pasado verano el Ayuntamiento, asustado porque no había suficiente compra de bonos, incentivara que fueran los mismos teatros quien promovieran la compra, con lo cual un proyecto público ha acabado siendo una forma encubierta de financiación privada. Si el consistorio barcelonés quiere subvencionar descuentos, una política que podría defenderse, que lo explique sin tapujos, pero disimular esta práctica de concertación privada bajo la excusa de empoderar (ecs) a los espectadores resulta tan fraudulento como ineficaz. Todos los estudios culturales de consumo que se han hecho en Barcelona, y que el Ayuntamiento conoce perfectamente, nos dicen que el precio no es un problema a la hora de consumir cultura. El Teatre Lliure, el Nacional o el Liceo ya tienen entradas a 10 y 15 euros para espectáculos de su programación. Si el ciudadano decide ir es debido al único barómetro que hace mover las nalgas del sofá: el interés por consumir una obra de teatro que le provoque salir de casa.

De hecho, con esta opacidad y de una forma nefasta, los agentes culturales barceloneses están normalizando el mensaje (erróneo y fraudulento) según el cual la cultura es cara y que sólo con la ayuda de papi administración se podrá acceder a su consumo. La cultura debe ser accesible a los ciudadanos que la sufragan, faltaría más, pero insisto en que el esfuerzo para llegar a todos los públicos ya forma parte del empeño de los directores de la mayoría de equipamientos culturales del país. Que un teatro público (o una entidad privada) publicite una determinada política de descuentos es natural, pero que la administración lo suplante es una gamberrada. También resulta como mínimo sospechoso que dicha práctica se gestione desde un club privado, el TRESC, que recibe una parte de cada operación sin que su implicación en este proyecto haya pasado la criba de un concurso público. En cualquier otro sector económico este clientelismo sería un escándalo: pero en el mundo cultural catalán sigue imperando la ley del silencio. 

La prueba del algodón de la opacidad del proyecto de bonificaciones es que éste se ha reeditado sin que el consistorio aporte información sobre qué infraestructuras teatrales, cines o librerías han salido más beneficiados en términos de consumo

Resulta aterrador pensar que los millones de euros destinados por el Ayuntamiento a una política que sabemos fallida podrían haberse orientado  (como así espero que pase con los fondos europeos que acaben en el sector cultural) a impulsar proyectos que llegaran directamente a los creadores de la ciudad. De la misma forma que sucede por ejemplo en las ayudas  de la Institució de las Lletres Catalanes (aunque con una financiación ridícula de pocos cientos de miles de euros), el consistorio podría haber subvencionado la labor de traductores, dramaturgos, bailarines y performers que llevan ya casi un año congelados en casa y que en breve —si el sector no se reactiva con músculo creativo y no con ayudas encubiertas a grandes empresas— pueden acabar pasando hambre. Que en tiempos de emergencia (y cuando escribo dicha palabra lo hago en el sentido literal, porque la precariedad del sector puede acabar siendo endémica) la administración se dedique a dicha pirotecnia con el dinero de todos resulta altamente decepcionante.

Tampoco hay que adentrarse en una investigación periodística como el Watergate para comprobar cómo los mismos mandarines que incentivan políticas como las bonificaciones culturales han sido antiguos trabajadores de las empresas que resultan más beneficiadas por el procedimiento. Esta impunidad y la falta de transparencia de la administración, insisto, debería ser denunciada por el periodismo cultural de la ciudad. Repito que nuestras redacciones están llenas de compañeros que podrían dedicar tiempo a esta tarea si no se diera el caso, y no es casualidad, que las redacciones de cultura de la mayoría de nuestros medios son la María de la prensa y sus sufridos redactores ya hacen suficiente con tratar de llegar a tiempo a todas las ruedas de prensa de la ciudad para acabar pintando un resumen apresurado de lo que se dice en ellas. Es un pena, ciertamente, porque este sistema perverso acaba derivando en un sistema cultural donde todo se hace por el pueblo pero sin el pueblo.

Las redacciones de cultura de la mayoría de nuestros medios son la María de la prensa

Pero tranquilos, estimados lectores, que entre todo este clima de sesteo, quebrando de la ética del silencio y la manía de no sacudir demasiado la omertà con tal de no meterse en problemas siempre os quedará esta dolorosa, incansable e hiriente puñalada sabatina.