Hace unos días pude visitar el impresionante montaje gastronómico denominado Les grands buffets en la ciudad francesa de Narbona. Vale la pena coger el AVE o realizar una excursión en coche para deglutir el espectáculo. Cabe decir que el polígono industrial y de servicios a las afueras de Narbona donde está ubicado el buffet no está en sintonía con lo que nos encontramos en el interior. En Ripoll lo llamaríamos un local arregladito. Detallista y un poco cargado. Todo muy francés. La comida es de calidad y los vinos de primera, a unos precios por debajo del mercado.
Algunos de nuestros miembros del hall of fame gastronómico catalán deberían aprender y tomar nota a la hora de confeccionar su carta de vinos. ¡Ah! ¡Y todos los vinos y espumosos eran del país! Elegimos tomar un blanco de la bodega de la Catalunya Nord Roc des anges, garnacha gris y macabeo, con el nombre de Llum. Excelente. Nos sentamos en uno de los salones de nueva construcción que se han puesto en marcha durante el confinamiento. Concretamente en el salón Doré Jean de la Fontaine, decorado con frescos de estilo barroco con las imágenes de las principales fábulas del poeta.
Lo que más destaca más allá de los platos, el montaje en general y el stock de quesos y su gran variedad de clases, es el silencio. Estábamos en un salón totalmente lleno, en el que la gente se movía mucho para para ir a la captura de nuevos platos, además de un ejército de camareros que retiraban los platos sucios y ofrecían vino y agua. En las mesas dominaban los grupos extensos. Y, a pesar de eso, la gente hablaba en un tono bajo, respetuoso. Alguien podría decir que ahí se va a comer y no a hablar. La gente bastante trabajo tiene en intentar catar los centenares de platos que allí se ofrecen y no está para tertulias ni debates. Es cierto. Pero no es menos cierto que me sorprendió el silencio que reinaba en el local. Nuestra mesa era una isla catalana rodeada de francófonos y nos quedó claro que los franceses, cuando están en su casa, no suben tanto el volumen como nosotros.
Otra cosa es cuando los franceses traspasan el Pirineo. Para muchos, bajar al sur, es sinónimo de fiesta descontrolada. Para ellos el concepto sur es despectivo. Representa un espacio donde hay fiesta todo el día, donde poca gente trabaja, donde los precios deben ser más baratos y donde se puede hacer todo aquello que en su país no harían nunca. Por contra, cuando estos franceses acaban frecuentando Catalunya o se compran una vivienda descubren que Catalunya y su gente no responden al concepto sur. Catalunya, con todas sus miserias y contradicciones, es un país del norte dentro de un estado del sur. Después de una primera fase de desfolklorización, los franceses le acaban cogiendo gusto a la sobriedad catalana.
Pero hablemos del silencio de nuestra casa. ¿Realmente hablamos demasiado alto? ¿Gritamos en la mesa? ¿En la calle? ¿En el trabajo? Seguramente va por barrios. Hay restaurantes en Barcelona donde el ruido agobia y cuesta mantener una conversación tranquila por culpa del bullicio de fondo. En la mayoría de restaurantes cuando los diseñan no se tiene en cuenta este aspecto fundamental. Controlar la reverberación y poner materiales que lo absorban es tan importante como la sagrada distancia entre mesas de que ya hemos hablado en otro capítulo de esta sección. Algunos restaurantes también optan por poner un hilo musical, a menudo tremendo. ¿No os ha pasado nunca que en algún bar, restaurante o terraza habéis comido rápido como si no hubiera un mañana porque, inconscientemente, seguíais el ritmo de la música? La música en un restaurante molesta, pero es cierto que, si es suave, orquestal o clásica y el volumen muy bajo se puede llegar a soportar. También es problemático cuando las diferentes piezas musicales del hilo se van repitiendo hasta la extenuación. Recuerdo como en un restaurante chino de nuestra capital catalana contamos hasta trece veces la repetición de los mismos temas musicales. El excelente pato y los fideos se nos indigestaron como consecuencia del mal rollo que nos provocó aquella música.
La música en un restaurante molesta, pero es cierto que, si es suave, orquestal o clásica y el volumen muy bajo se puede llegar a soportar
¿Y en el transporte público? ¿En el metro, el tren o el autobús? Si hay un sitio que se ha convertido en una orgía desbocada de ruido, éste es el metro. Casi todo el mundo lleva un móvil, donde tiene juegos a todo volumen, conversaciones a gritos, o música que trasciende los auriculares como consecuencia de la potencia del volumen. La semana pasada pude seguir parte de un capítulo de un culebrón, creo que ecuatoriano o eso parecía, en el trayecto de la Línea 5 entre las paradas de Diagonal y Badal. ¡El propietario del móvil parecía extasiado con el vodevil amoroso de Jorge Patricio y Evelyss! Aquel señor quiso compartir de forma altruista su entusiasmo con el resto del vagón. Ni las advertencias constantes de las administraciones contra la covid-19 han podido evitar las conversaciones en voz alta o por teléfono en los transportes públicos. Gritan como poseídos. Por no hablar de esta moda incívica de ir andando o en patinete por la acera con un altavoz colgado en la cintura a todo volumen. Una falta de respeto y una invasión del espacio público sin precedentes. Algunos incluso montan su propia fiesta en una terraza de bar poniendo el volumen de su altavoz a toda pastilla y contaminando el espacio de las otras mesas. Una intromisión en toda regla que algunos camareros o responsables de bares y cafeterías hacen ver que no escuchan. Increíble.
Ni las advertencias constantes de las administraciones contra la covid-19 han podido evitar las conversaciones en voz alta o por teléfono en los transportes públicos
Siempre ha habido aquel tipo de personas que antes llamábamos “un hortera con transistor”, de vez en cuando aún los oímos, cuando estamos parados en un paso de cebra y pasa un coche con las ventanas bajadas y la música de su equipo musical con un volumen estratosférico. Nunca he visto ningún guardia local pararlos y multarlos. Últimamente son coches tuneados y la música que propagan es reaggeton o trap. En fin… ¡un arquetipo más!
Decía que en nuestro país el ruido, el bullicio, el griterío, la algarabía, el escándalo o el fragor va por barrios. Es cierto y fácilmente comprobable que en espacios culturales como las librerías, teatros o museos se guarda un silencio y un respeto bastante aceptable. Pero también acabaremos aceptando que las salas de cine son una excepción cultural. Además de los odiosos rezagados que siempre llegan cuando la película ya ha empezado y buscan su butaca en voz alta, están aquellos que comentan la película gritando, y una raza que ha ido proliferando con fuerza entre las butacas, aquella a quien le suena el móvil y no sabe cómo pararlo o aquellos que incluso responden e inician una conversación. La cosa puede ir así:
-Estoy en el cine. Sí. Te llamo mañana y hablamos. ¿Estás bien? Sí, todos bien. Te llamo mañana al mediodía, ¿de acuerdo? No. He venido con mi hermano…
Y así nos va. El silencio, comportarse en público con un tono respetuoso con los demás, es algo que se debe aprender en casa desde pequeño, en los núcleos familiares, con conversaciones civilizadas y enseñando a razonar. Dicen los sociólogos que estos buenos hábitos también se inculcan haciendo un uso responsable del volumen con el que ponemos la música, la televisión la radio o el ordenador. Es decir, un volumen que no coarte la libertad de los vecinos y no moleste al resto de la familia. Es un tema en el que la escuela debe también insistir. Hay mucho trabajo por hacer si queremos ser y comportarnos como cualquier ciudad civilizada y educada que garantice un espacio público de respeto.