Desde la génesis humana, cada generación de bípedos ha tenido una relación particular con lo obsceno y la pornografía. Los compañeros de TV3 han descubierto recientemente esta pulsión entre nuestros cachorros y han programado una serie documental, Generació Porno, destinada básicamente a escandalizar a boomers y abuelitas, a limpiar la conciencia moral de los padres de mi generación y a provocar que los niños repitan los mantras éticos biempensantes del presente para que todo el mundo se largue a dormir más tranquilo (y sin necesidad de tocarse). A mí el tema me ha hecho mucha gracia, especialmente cuando he contemplado los Pols y las Meritxells de mi quinta icser impostando cara de sorpresas mientras simulan que descubren vídeos donde las nalgas acaban sangrando o el éxtasis carnal deriva en coprofagia. Pobrecitos míos, quizás pensaban que los chavales se calentaban leyendo a Kierkegaard y Sade.
Este abracadabra algo chabacano no excusa el hecho innegable de que existe un trasvase imaginario-gestual entre la pornografía y nuestra manera de follar. Entiendo, por tanto, que la gente que maduró con el porno de los noventa (a saber, hombre dominador que aparece en la casa de una señora para arreglarle las tuberías y acaba penetrándola vaginal y analmente, eyaculando en su rostro, y todo ello en imágenes de una revista o un vídeo VHS que uno compraba o traficaba con amigos) se preocupe al ver cómo los chavales pueden llegar a excitarse con imágenes que representan una violación grupal a una mujer, escenas de sexo con cadáveres desmembrados o incluso con bebés indefensos (por vía de una red virtual sin intermediarios). Pero la mejor forma de eliminar los miedos y la incomodidad no es fingir cara de espanto ni convertir a los jóvenes en loros de la moral.
La cosa tiene muchos bemoles, porque el interés de Generació Porno acaba siendo la envidia dialéctica que experimentan los padres ante la forma con la que se espabilan los chavales y, por mucho que pretendan disimularlo, el dolor oculto mediante el que les acaba sabiendo mal no haberse hecho pajas con un nivel tan alto de escabrosidad. De ahí que los capítulos de la serie documental, ante la imposibilidad de asumir la perversión castrada de los papis, concluya sus episodios con ese mantra tertuliano según el cual todo problema obsceno se resuelve con una conversación pública abierta y con más educación. Por fortuna, queridos míos, la historia demuestra numerosísimos casos de gente increíblemente docta perpetrando holocaustos terribles y de sociedades con una conversación pública de un listón moral-retórico envidiable que, cuando nadie observa, acaban excitándose con adultos que meten la mano dónde no deben. Todo muy resabido, en definitiva.
En cuanto a la pornografía y los ideales corporales bastaría con algo tan sencillo como la formación estética de la fantasía y con recordar a todo dios, adultos y cachorros, que las representaciones del sexo responden a un ideal de pulsión sexual imaginaria, desviada e irrealizable. Entiendo que la desconexión entre la pornografía de mi quinta (insisto, de un procedimentalismo muy rígido) y la de los chavales más jóvenes (insisto, con un contenido de violencia y cosificación radicalizado) sea más costosa de obtener si uno piensa en la naturalidad con la que los chavales han integrado la telefonía móvil y lo virtual en sus propios cuerpos. Pero el quid de la cuestión sigue siendo el mismo: no hay una generación porno, sino muchas, y a todas ellas hay que recordarles la inadecuación entre el sexo corporal y sus representaciones. Esto protegerá a las mujeres y, sobre todo, mermará la vanidad masculina.
Como siempre, necesitamos mucha menos moral y algo más de estética.