Lo sorprendente de esta ciudad es su capacidad de siempre poder más, de salir adelante siempre de alguna manera, a pesar de la falta de ideas (o de los bombardeos de ideas equivocadas) que exhibe la política. No es algo nuevo, ha sucedido a lo largo de la historia, pero Barcelona siempre saca fuerzas de algún sitio indeterminado, supera todas las pruebas de estrés (incluso las más violentas) y siempre sale adelante.
Suceden dos cosas, no obstante. La primera, que muy pocos barceloneses se enteran de las mejores cosas que ocurren en Barcelona (este diario quiere precisamente llenar esta carencia). Y segunda, que estas iniciativas aparecen demasiado dispersas, demasiado atomizadas y divididas y, sin un hilo conductor claro, terminan formando un “chup chup” desordenado y peligrosamente indigesto.
En esto consiste tener una idea: no va de apagar fuegos o sacar conejos de la chistera (ahora una tercera pista, ahora un Hermitage, ahora una Superilla) sino de marcar un rumbo claro e identificable. Sin eso, no sólo cansa la política, sino que también se pueden acabar cansando los ciudadanos y los proyectos.
Este peligro, ahora, existe más que nunca pero no es nuevo: Barcelona siempre sufre porque quiere crecer. Cuando le permitieron derribar las murallas, no se expandió de cualquier manera, sino que puso a Cerdà a racionalizar y a los modernistas a imaginar, y así se situó a la vanguardia de todas sus competidoras. Lo mismo hizo en el año 92, el segundo gran salto urbanístico y modernizador de la ciudad, y ahora, como hace demasiado tiempo que se pregunta cómo saltar la siguiente muralla, se le aparecen espejismos breves y enanos que le ofrecen caramelos olímpicos. Pero es imposible saltar una nueva muralla si la ciudad no sabe cuál es. Si no sabe en qué dirección salta simplemente irá cambiando de pareja como una pubilla tastaolletes hasta que un día le toque bailar con la escoba.
Puede decirse que las ciudades ya son eso, que no todas tienen una gran estrategia, sino que van tirando y que ese desorden es precisamente lo que tiene gracia. En parte es verdad, sí, pero sólo es verdad hasta que notas que te cansas demasiado y no sabes por qué. Hace poco comía con unos empresarios alemanes que, lejos de concentrarse en explicarme los proyectos y negocios y problemas administrativos de los que podían quejarse, dedicaron casi todo el rato a hablarme de octubre del 2017. Yo creo que esto, cuando ya estamos en el 2022, significa algo. Creo que buena parte de esto tiene que ver, aparte del trauma vivido y seguido a nivel internacional, con las murallas invisibles que mencionaba: cuando ya no puedes competir con proyectos urbanísticos, ni en base a grandes eventos, ni con parches como el tranvía de la Diagonal o el túnel de las Glòries, quizá lo que ocurre es que ahora el crecimiento tiene más que ver con el poder. La nueva muralla de Barcelona tiene que ver con acercar el centro de poder a la ciudadanía. De hecho, la globalización, lejos de desaconsejarlo, nos empuja a ello. Pero, ¿cómo se hace?
Quizá lo que ocurra es que ahora el crecimiento de Barcelona tiene más que ver con el poder
El ecologismo de la economía verde o azul es sólo un tipo de ecologismo: la fobia contra los coches puede estar mal resuelta, que lo está, pero no se desvía demasiado de la idea que quiero expresar. La sostenibilidad de los árboles es un valor universal y ya muy antiguo, pero Barcelona debe enarbolar la sostenibilidad de las comunidades humanas. Demostrar que se puede entender el poder de otra forma, más respetuosa con las singularidades locales.
Esto no se hace a golpe de talonario o de proyectos artificiales, sino poniendo la tecnología y el progreso (económico y del conocimiento) al alcance de toda la población. Lo vemos de forma gráfica en el 22@: es un acierto haber destinado todo un barrio a la tecnología y al conocimiento, pero eso no servirá de nada si los vecinos no pueden vivir con normalidad (es decir, con servicios, pero también con aspecto de barrio) y sobre todo si esta tecnología y conocimiento no son accesibles para todos. Evitar el divorcio existente entre San Francisco y Silicon Valley, en definitiva, y transformarlo en alianza. La muralla que debenos vencer es la democratización del conocimiento y la creatividad, lo que significa que la población debe experimentar un empoderamiento y que Barcelona debe experimentar su segundo Modernismo.
Ya lo hace. Lo decía al principio: la ciudad no se detiene, pero es precisamente por eso que la política no la atrapa. Y se cansa. En lugar de compensarlo con grandes eventos nuevos o con vagas llamadas a ser business friendly, lo único que debe hacer la política es ayudar a este nuevo Modernismo (tecnológico, creativo, de innovación) a penetrar en todas las capas de la población y convertir-lo en la nueva marca de ciudad. El lema es ser la capital del conocimiento, pero no para cuatro expertos, sino para todos.
Lo único que debe hacer la política es ayudar a este nuevo Modernismo (tecnológico, creativo, de innovación) a penetrar en todas las capas de la población
Mientras no se resuelven otras murallas políticas (la que me mencionaban, todavía inquietos, los alemanes), la forma de responder a la falta de poder político es poner, al alcance de todos, las herramientas para llegar al máximo poder individual. Para ello no es necesario ser la capital de un estado, al menos de momento. Incluso puede decirse que más bien será a la inversa, aparte de que normalmente las estructuras administrativas, incluso las más poderosas y soberanas, lo entorpecen todo en exceso.
Cuando el Modernismo y el Eixample destacaron la singularidad de Barcelona en todo el mundo, no hubo nada que detuviera a la ciudad (y al país). Cuando haces bien las apuestas y aciertas el rumbo, todo lo demás acaba cayendo como la fruta madura. No había ni un solo empresario alemán asustado cuando llegamos a los cafés.