Crim i Càstic Teatre Lliure
Pau Carrió ha adaptado Crimen y castigo de Dostoyevski para el Teatre Lliure. © Sílvia Poch
LA PUNYALADA

Un ‘Crimen y castigo’ a la catalana

El Teatre Lliure programa una ambiciosa adaptación de la obra de Dostoyevski dirigida por Pau Carrió, lastrada por una lectura banal del texto y un Raskólnikov que se adapta a ésta (desgraciadamente) a la perfección

En un tiempo de actualidad dolorosa y estresante, con la humanidad digiriendo cómo puede el rapidísimo tránsito del enclaustramiento covidiano al frenesí de la guerra, hay que agradecer al Teatre Lliure la temeridad de programar un texto tan venerable (¡y ruso!) como es Crimen y castigo en un espectáculo teatral de más de cuatro horas de duración. Aplaudo la valentía de Pau Carrió y compañía al encararse a una biblia mastodóntica que apabulla al lector no sólo por su verbosidad delirante (unas salmodias que ni el ordenador más perfecto sería capaz de memorizar y que tientan la retentiva de cualquier actor), sino por cómo Dostoyevski utiliza el discurso y la ética de la modernidad filosófica con el fin de conseguir que el espectador sienta empatía por las razones de un criminal. Sentía mucha curiosidad por cómo Carrió, un inteligentísimo lector de teatro, abordaría el texto tan bien traducido por Miquel Cabal, y todavía tuve más ganas viendo el pórtico inicial de la propuesta, de una desnudez oratorial, con todos los actores de la compañía declamando coralmente el episodio en el que Raskólnikov asiste al asesinato indiscriminado de una triste, pobre y desdichada yegua.

Este animal muerto (el mismo bicho que Nietzsche abraza compasivo antes de volverse loco, asumiendo el peso de la absurdidad humana; volved a ver El caballo de Turín de Béla Tarr) es la figura perfecta para entrar en el marco mental de Dostoyevski, el transcriptor de una sociedad preindustrial de humillados, ofendidos y muertos de hambre que sobreviven torpemente en un imperio que comienza a disolverse, abocado a una burocracia tan bestial que deviene risible. Es en dicho entorno, de una épica mínima y en un entamado de ley sin fundamento, donde Raskólnikov sobrevive con la única fuga moral que le permite asumir el atardecer del orden: matando a una vieja usurera y a la pobre víctima colateral que pasaba por allí. Crimen y castigo hiere porque Dostoyevski describe genialmente un mundo en el que la responsabilidad moral se ha desvanecido, donde los hombres que se creen extraordinarios deben pecar para sobrevivir a un poder decadente pero cada vez más intrusivo, y en el que las clases precarizadas deben purgar su frustración en chivos expiatorios animalizados. Si alguien busca pistas para entender la guerra de Ucrania, ya sabe a qué texto acudir.

La propuesta todavía prometía más con la aportación del bellísimo espacio escénico de Sebastià Brosa, una burbuja de plástico que cuelga de la Fabià y corporaliza perfectamente el aislamiento del protagonista (la esfera y su material también pueden pensarse en términos de inmunidad sanitaria: Raskólnikov es un enfermo enfebrecido que absorbe la sordidez exterior como si Crimen y castigo fuera un producto de su razón desaforada, de una extraña fiebre vírica, y todos los personajes encarnasen un holograma), una arquitectura esférica de la que despertamos con el peso de un colchón que cae como una losa y nos deja de la niebla mientras el protagonista, paradójicamente, hace lo que puede para dormir. Esta ilusión de inmunidad, de isolación pensamental, sólo es penetrada por una realidad que no admite matices; la sangre de los cadáveres que se cuela en la escena final tras la pseudoconfesión de Raskólnikov, preciosa y deformada como una postal de Lucian Freud. A menudo la escultura dificulta el paso de los actores, es cierto, pero ante un artista que hace pensar y honra el nombre de la sala grande del Lliure, es necesario quitarse el sombrero.

CRIM I CÀSTIG de Pau Carrió Teatre Lliure
La propuesta todavía prometía más con la aportación del bellísimo espacio escénico de Sebastià Brosa. © Sílvia Poch

Todo iba bien y yo que abría mis ojos cansados ​​para asistir a un espectáculo antológico… hasta que, y se me escapan los motivos, Carrió decide derrochar todos los papeles que tiene en la mesa de estudio para aligerar la maratón, convirtiendo la realidad dostoyevskiana en una pieza de vodevil con personajes deformados y enterrando su Raskólnikov en una especie de bufón risible con breves estallidos de clarividencia. Crimen y castigo tiene muchos instantes delirantes en los que la injusticia y el dolor dan risa; pero esta hilaridad se fundamenta en el camino de un personaje que emplea su afán de bonhomía y su portentosa capacidad de argumentación para explicarnos que la liberación sólo puede conseguirse mediante la muerte de los cretinos. Si queremos gozar de este texto debemos creer en Raskólnikov, contemplarnos a nosotros mismos pensando que tiene razón y vomitando toda nuestra frustración en su misma hacha. Si se opta por la opción fácil de la caricatura, todo este proceso identificativo desaparece y la biblia en cuestión termina en naufragio. Me gustaría saber, honestamente, el momento en que Carrió decidió tirar la toalla y pasarse a lo fácil.

Todo iba bien y yo que abría mis ojos cansados ​​para asistir a un espectáculo antológico… hasta que, y se me escapan los motivos, Carrió decide derrochar todos los papeles que tiene en la mesa de estudio para aligerar la maratón

El teatro no es metafísica y, en esta paulatina caída de la ambición no ayuda un protagonista que acaba jugando la carta del flipado interpretado por un actor que se urde y sobrevive en sus propias carencias, hecho de unos trucos recurrentes que serían óptimos para una función en el Borràs, y con una relación más que creativa con la fonética catalana (desde la Punyalada entonamos un réquiem por la ese sorda y la erre simple, principales víctimas de un asesinato sin límites que comparten Zamétov y Lutin). Es una lástima que el periscopio de la caricatura acabe desdibujando también el trabajo de un actor genial como Albert Prat, quien habría ganado mucho temple con un Razumikhin en el que la ingenuidad no se pervirtiera mediante un infantilismo de saltitos. Afortunadamente, está Míriam Iscla; a parte de regalarnos una lección interpretativa y de erigirse como una de las mejores actrices del país, encarna la única chispa de la esperanza inicial del montaje. También el oficio de Roser Batalla, Carlota Olcina, Oriol Guinart y un sorprendentemente flemático Òscar Rabadán; pero la falta de temple en la lectura acaba malgastando prácticamente toda su fuerza.

Hasta aquí los hechos, y ahora entramos en el peligroso espacio de la sintomatología. Me atrevería a decir que este Crimen y castigo se ha hecho líquido debido a algo tan brumoso como su entorno. El teatro es filosofía, carne en la escena… pero también se urde en un contexto bien determinado, y no me parece casualidad que la propuesta de Carrió, en lugar de abrazar la complejidad dostoyevskiana, haya caído víctima de un retrato de nuestro presente, y cuando escribo el sintagma precedente me refiero a la realidad de la tribu. Gracias a Dostoyevski, Raskólnikov y compañía nos resultan desgarradores y catárticos porque, pese a la decadencia, sus arquetipos mantienen cierta dignidad ética, al menos por la persistencia con la que defienden su respectivo suicidio y el delirio que los justifica. En un mundo en el que verdad y mentira se desvanecen, el mapa de Dostoyevski todavía regala dignidad a sus personajes; no es así en nuestra Catalunya actual, un entorno calcado en cuanto a delirio, pero donde el individuo padece de nulidad mística. Es por este punto muerto, diría, que Pau Carrió ha decidido abandonar Dostoievski y optar por hacer reír un poco a la madrina.

El director puede mandarme a la mierda y hará santamente tras la pencada que él y su troupe se han cascado durante semanas para levantar esta temeridad. Pero, lastimosamente, diría que tengo razón (a parte, y a diferencia de la mayoría de críticos teatrales del país, he tenido la delicadeza de haber leído la obra). Puestos a enfadarlo, yo recomendaría que aprovechara toda la energía inicial de este montaje para abusar de sus actores y recuperar su espíritu de la primera escena en una nueva versión. El espacio teatral del que dispone es de una fuerza apabulladora, entre sus intérpretes hay parte de lo mejor de nuestro patrimonio teatral y, al fin y al cabo, los cursos de fonética catalana son asequibles a cualquier bolsillo (puede hacerlo la comisario, si necesitan un modelo catalán inmaculado). Dicho esto, precipitaros al Lliure y llenadlo, aunque sea para contemplar, en el peor sentido del título, un Crimen y castigo a la catalana.

Escena CRIM I CÀSTIG Pau Carrió Teatre Lliure
Recomendaría que aprovechara toda la energía inicial de este montaje para abusar de sus actores y recuperar su espíritu de la primera escena en una nueva versión. © Sílvia Poch