Barcelona
Gracias a la pandemia me he reconciliado con Barcelona. ©Edu Bayer

2020, un año fantástico

Este 2020 ha sido un año de desdicha y contrariedades, pero representa una oportunidad única para entender todo aquello que funciona de nuestro entorno y también todo lo que los nuevos tiempos nos obligarán a cambiar si queremos que el país y Barcelona avancen hacia el primer mundo.

Tal vez los lectores del Post aún no conozcan mi obsesión por llevar sistemáticamente la contraria al común de los mortales, pero les juro que mi tendencia natural a vivir contracorriente no es lo que me lleva a adjetivar de “fantástico” este 2020 que la mayoría de mis conciudadanos han querido dejar atrás como quien pira de aquello que los cursis llaman “una relación tóxica” o desea abandonar a toda prisa un restaurante donde ni siquiera el agua está a la altura de los mínimos cualitativos. No es eso, queridos amigos, y suplico la paciencia de unos cuantos párrafos para demostrar de que 2020 no sólo ha sido un gran año para la humanidad sino que, por su trascendencia y los retos que nos ha regalado, 2020 será uno de los más extraordinarios de nuestras vidas. Ahora que el contador lo ha dejado atrás, permitidme que lo glose y salve a mi manera.

 

La primera gracia de 2020, el año en que la Covid-19 se ha inyectado en lo cotidiano jodiéndonos con sumo ahínco  la libertad de horarios y movimientos, ha sido la de recordarnos algo tan sencillo como que la especie humana, y la vida, no son algo que tengamos necesariamente garantizado. Sería pueril argumentar que los más de 50.000 muertos causados por la pandemia en el estado (y sumadles las cifras de los otros países del mundo) han comportado un factor riesgoso para la subsistencia del hombre en el planeta. Pero los miembros de mi generación —me toca la X, nací en 1979— es decir, para la primera hornada de ciudadanos catalanes que no hemos sufrido ni la dictadura ni ningún conflicto armado en nuestro territorio, y que siempre hemos conocido la prosperidad a pesar las crisis sistémicas del capitalismo, la Covid-19 ha conformado el primer toque de atención para recordarnos que la vida no es gratis, que hay que currársela y garantizarla.

La Covid-19 ha conformado el primer toque de atención para recordarnos que la vida no es gratis, que hay que currársela y garantizarla

Apuntar que la existencia no va de soi y que los imponderables víricos o las crisis climáticas de las que somos directamente responsables pueden terminar ahuyentándonos de nuestro entorno natural, no conlleva abrazar ninguna metafísica de quisquilloso ni implica ejercicio de pose existencialista, sino un punto de necesaria humildad más que oportuna para la moral de una especie que se reivindica eterna y omnívora con el entorno. A nadie, y sobre todo aquellos que tenemos la libertad como primera norma del credo, le ha gustado sufrir las restricciones de los confinamientos totales, perimetrales, comarcales y siderales con los que todas las administraciones han jugado a la tecnocracia y, demasiado a menudo, a lo totalitario. Pero en un mundo que juega en la hípervelocidad, donde detenerse para hacer algo como reflexionar es una rareza, el confinamiento nos ha regalado un tiempo precioso para disfrazarnos de filósofos y pensar.

Pero en un mundo que juega en la hípervelocidad, donde detenerse para hacer algo como reflexionar es una rareza, el confinamiento nos ha regalado un tiempo precioso para disfrazarnos de filósofos y pensar

La quietud monacal nos ha arrojado al tedio (uno de los estados preparatorios de cualquier pensamiento útil), y ha sido gracias al aburrimiento y a la condición enclaustrada que hemos podido reflexionar precisamente sobre cómo el poder político tiene esta tendencia enfermiza a ordenarnos los horarios, la vida laboral y la existencia. Ha sido precisamente porque hemos acabado con el currar voraginoso y nos hemos forzado a vivir la soledad real de las cuatro paredes de casa que me recuperado la obligación de pensar en la necesidad y la obligación de descansar y urdir mejores formas de conciliación entre el trabajo y el tiempo que dedicamos a la familia. Después de experimentar y certificar como ridícula aquella idea antes distópica (¡y atrayente!) Según la cual con un teléfono móvil y un sofá ya podíamos viajar por todo el mundo y vernos con quien nos placiera, ahora hemos certificado que nada supera la sabiduría del tacto y la conversación cara a cara.

El confinamiento nos ha obligado a parar y a pensar. ©Laura Guerrero

A su vez, 2020 ha sido un año fantástico porque nos ha demostrado que, contra lo que piensan los tiquismiquis progresistas y los monjes conservadores (que son, ya lo sabéis, la misma especie), el mundo funciona razonablemente bien. Antes de una crisis como la de la Covid-19, incluso en los momentos en los que el virus tensaba o directamente desbordaba nuestro sistema de salud pública y los cadáveres se amontonaban en los rincones de los hospitales, todos teníamos la certeza de que la ciencia encontraría una solución para mitigar los efectos del virus. No compro la tesis kantiana clásica según la cual la humanidad progresa hacia la excelencia, pero es una realidad palpable que esta crisis se ha podido solucionar a través de las herramientas que nos ha regalado la sociedad abierta: un sistema de competencia empresarial libre avalado por organizaciones internacionales de prestigio.

A su vez, 2020 ha sido un año fantástico porque nos ha demostrado que, contra lo que piensan los tiquismiquis progresistas y los monjes conservadores (que son, ya lo sabéis, la misma especie), el mundo funciona razonablemente bien

Ha sido así, fomentando una economía donde investigadores y farmacéuticos tuvieran manos libres y amplios recursos para investigar a una velocidad récord, como Occidente ha encontrado una vacuna con un elevadísimo grado de efectividad y a un precio ridículo. Esta realidad no es fruto ni hallazgo de un día, sino un sumatorio que pasa por muchos filtros: investigadores, médicos, farmacéuticos, ejecutivos, funcionarios y voluntarios de todo el mundo que han demostrado de nuevo que la mejor solución para encarar un problema es un entorno de competencia transparente donde todos puedan luchar con igualdad de condiciones. No soy ingenuo, insisto, y la aparición de la vacuna también ha puesto de manifiesto que hay países de primera, segunda y octava división y que no todos tenemos igual acceso a la felicidad y la salud. Pero saber que afrontas una crisis con la seguridad de que la ganarás, creedme, no es un tema nada menor.

De quemar contenedores a obedecer como un corderito

2020 ha sido, indiscutiblemente, un año particular. En Catalunya, por ejemplo, los ciudadanos hemos pasado rápidamente de ver cómo nuestros jóvenes quemaban contenedores en la Plaza de Urquinaona y muchos ciudadanos se dirigían al aeropuerto para detener el país a ver como todo el mundo obedecía el poder como un corderito y se preparaba para ir a hacer running cuando le mandaba el Pere Aragonés de turno. También hemos visto como un sistema de salud que creíamos perfecto y espejo del mundo más civilizado aún presentaba dificultades para afrontar una pandemia tan hiriente y que eso de ver como nuestros médicos y nuestras enfermeras se largan a trabajar en el extranjero después de haberse educado en nuestro país no es sólo un dato preocupante, sino una desgracia y una fatalidad. 2020 nos ha obligado a deshacernos de cierto complacencia para recordarnos que no somos un país de primera; me parece una gran noticia.

El sector de la cultura, uno de los grandes damnificados. ©Edu Bayer

Escribo la frase precedente sin el ánimo de repetir aquella sentencia de tertuliano tan resabida según la cual “una crisis es una oportunidad”, pues las crisis sólo implican una rendija de esperanza si alguien las subsana con medidas urgentes. Y 2020 nos ha demostrado que, a pesar de vivir en un mundo de gran confortabilidad, todavía hay muchas cosas que no funcionan, que no todos los ciudadanos tienen las condiciones para teletrabajar (por el simple hecho de que no todos los chavales del país tienen ordenador en casa ) y que hay industrias como la cultural que no sólo podrán sobrevivir con los recursos públicos, si es que no queremos un sistema teatral o musical que dependa exclusivamente de la administración de turno y de las limosnas que desembolse en forma de rescates. Se ha sufrido mucho, insisto, pero la buena noticia es que en 2020 ha resaltado que hay tendencias que el país debe cambiar si no quiere empequeñecerse.

Se ha sufrido mucho, insisto, pero la buena noticia es que en 2020 ha resaltado que hay tendencias que el país debe cambiar si no quiere empequeñecerse

Este espíritu también vale para Barcelona. Es innegable que la crisis de la Covid-19 ha tenido consecuencias execrables para la industria hostelera, el turismo y puntales de la economía de nuestra ciudad. Pero ver las calles de Barcelona desiertas y silentes me ha convertido en un activista contra la repulsiva contaminación acústica y así con muchas prácticas ciudadanas que hasta ahora concebíamos como normales y que resultan profundamente lesivas. Es cierto que, hace semanas, pasear por las calles del Gótico es una experiencia que asusta, casi fantasmagórica, pero también me reconcilia con la idea de que el núcleo histórico de la ciudad podría ser un centro turístico de excelencia sin tener de convertirse en un bulevar de la chancleta y marginar el derecho inalienable de los barceloneses a pasear por su bellísima ciudad o sentarse en una terraza de la Rambla. Todo esto no son patrañas sino la necesidad de los catalanes reganen su capital.

Pasear por las calles del Gótico es una experiencia que asusta, casi fantasmagórica. ©Marc Lozano

No me olvido de las víctimas, ni del dolor de las familias que no han podido despedirse de sus parientes mirándoles a los ojos, ni los abuelos que han sufrido carnicerías inaceptables como la que ha convertido la residencia Filella de Tremp en nuestro particular Chernóbil. Todo ello debe constar en acta, pero también soy hijo de mi tiempo y heredero de las generaciones que me han precedido: mis abuelos y mis padres tuvieron que afrontar situaciones mucho más difíciles, tortuosas e incluso más traumáticas que las que yo haya podido vivir durante esta pandemia. Si el máximo restrictivo que tengo que vivir consiste en ponerme una mascarilla, no volver a casa después de las diez de la noche, dejar de molestar a mis conciudadanos del Empordà los fines de semana o cocinarme un plato de escudella solito el día veinticinco de diciembre, pues yo ya lo firmo.

Mis abuelos y mis padres tuvieron que afrontar situaciones mucho más difíciles, tortuosas e incluso más traumáticas que las que yo haya podido vivir durante esta pandemia

2020 ha sido un año fantástico porque el pesimismo había tentado a muchos miembros de mi generación a largarse de Barcelona y abandonar nuestra implicación cívica con la ciudad. Yo me lo planteé seriamente; creía que, después de tantos años de una política consistente en jugar con las ilusiones del pueblo, de chantaje emocional continuo y de bajar el listón de la dignidad y de la imaginación de los conciudadanos, era mejor largarse al civilizado norte de Europa. Pero en esto 2020 también ha sido un año fantástico, porque me he reconciliado con Barcelona y mucha culpa de ello tiene el glosarla cada sábado en esta Punyalada que no quiere ser mortal, sino sólo un pellizco en la piel que os haga prestar atención a la espuma de los días y la vida de nuestras calles. Desde el Eixample, queridos lectores del Post, os deseo que en 2021 sea aún más fantástico.