En el anterior artículo hablaba de la masificación turística y de las perspectivas poco favorables a medio plazo para la solución de esta problemática en las ciudades. Diversas noticias aparecidas en prensa recientemente han reforzado este pronóstico.
Así, por ejemplo, The Economist, ilustrando una nota sobre el crecimiento del número de turistas de la India en el mundo (de 27 millones en 2017 a 90 millones previstos para 2040), mostraba un gráfico en el que, según la Universidad de Oxford, el número de viajes a nivel global se habrá multiplicado aproximadamente por 2,5 entre 2010 y 2034, con China y la misma India a la cabeza de este crecimiento.
Mientras tanto, el Observatorio Nacional del Turismo Emisor (ObservaTur), presentaba los resultados de una encuesta según la cual la cifra de turistas seniors (más de 60 años) se cuadriplicará en 2030 respecto a 2010, llegando en Europa a los 140 millones.
En el artículo anterior también comentamos que se seguirán abriendo nuevos territorios al turismo (por ejemplo, Corea del Norte anuncia que volverá a admitir turistas dentro de sus fronteras), pero todo parece indicar que los destinos más frecuentados hoy en día lo seguirán siendo en el futuro, a menos que, como también decíamos, se “autodestruyan” por saturación.
Teniendo en cuenta estas circunstancias, si el incremento global de la demanda por ahora parece imparable y la oferta, por diferentes motivos que también apuntábamos (resistencias, falta de alternativas, etc.), no se puede limitar en proporción suficiente respecto el crecimiento previsto, ¿cómo podremos al menos atenuar la masificación?
Todo señala a que se deberá replantear una estrategia que se ha venido aplicando globalmente en las ciudades en las últimas décadas para impulsar su desarrollo económico: la turistificación.
La turistificación es la puesta a disposición de un recurso para su explotación eminentemente con fines turísticos, sea un recurso natural, como una playa, sea un elemento del patrimonio cultural o arquitectónico o simplemente un espacio público atractivo. Esta es, evidentemente, la esencia del turismo como actividad económica: obtener rendimiento económico del interés por disfrutar de un determinado paisaje, admirar una determinada obra o tomar parte en unos determinados festejos por parte de personas que viven en lugares más o menos alejados de todo ello.
Todo señala a que se deberá replantear la turistificación, una estrategia que se ha venido aplicando globalmente en las ciudades en las últimas décadas para impulsar su desarrollo económico
El problema, como suele ser habitual, empieza a darse cuando se llevan las cosas al extremo. Y el turismo es muy propenso a ello. No hay más que ver en cuántas modalidades se despliega esta actividad humana en función de aquello que se turistifica, que ya es prácticamente todo (turismo cultural, religioso, gastronómico, idiomático, de salud, deportivo, de negocios, de aventura, junto con variantes perversas como el sexual o el de catástrofes). La última frontera (hasta el momento): el turismo espacial.
En este sentido, cuando hablamos de turistificación de ciudades nos referimos al proceso por el cual áreas urbanas, barrios o ciudades enteras se transforman principalmente para satisfacer las demandas y expectativas de la demanda turística, por encima de (o incluso en lugar de) las de las personas que allí residen.
Que las ciudades se transformen de acuerdo con las necesidades de la actividad económica no es algo nuevo. El ejemplo más claro lo tenemos con la industrialización, que configuró paisajes urbanos particulares, que en buena medida todavía hoy perduran (en no pocos casos, turistificados, lo cual muchas veces ha supuesto su rescate de una desaparición segura), a la vez que cambiaba la forma de vida de la población.
La transformación urbana asociada a la industrialización supuso un cambio radical en la organización de las ciudades a la vez que comportó importantes problemas en muchas de ellas, como es bien conocido, y así fue crudamente descrito tanto en novelas como en tratados económicos y sociales especialmente a lo largo del siglo XIX.
Igualmente, la industrialización trajo consigo (de manera significativa en nuestro país) algo semejante a lo que hoy en día son respecto al turismo los parques temáticos o los complejos vacacionales: las colonias textiles. Espacios hiperespecializados donde absolutamente todo gira alrededor de la actividad económica en cuestión.
Pero, tanto entonces como ahora, las ciudades deben velar por un equilibrio en lo que respecta al peso y consiguiente impacto de las actividades económicas que alberga, cada una con sus requisitos y particularidades. Dicho equilibrio es fundamental para garantizar el dinamismo económico, fortalecer la resiliencia ante crisis que suelen afectar más a unos sectores que a otros y reducir la presión sobre aquellos recursos monofuncionales al servicio específico de alguno de esos sectores.
La transformación urbana asociada a la industrialización supuso un cambio radical en la organización de las ciudades a la vez que comportó importantes problemas
Además de albergar diversas actividades económicas, las ciudades ejercen evidentemente otras funciones que van más allá de ser la plataforma física donde se llevan a cabo. Entre ellas, garantizar la satisfacción de las necesidades básicas de todo el mundo. Algo que no debería verse amenazado por la actividad económica, puesto que precisamente debe ser ésta el medio para conseguir la satisfacción de las necesidades para todo el mundo.
Sin embargo, hoy en día podemos identificar ya en muchas ciudades algunos de los principales signos de turistificación excesiva, que implican que el turismo irrumpe más allá de lo razonable en otras esferas de la vida urbana, como, por ejemplo:
- Se produce un aumento sustancial de alojamientos turísticos, con la proliferación de establecimientos especializados (hoteles, hostales, pensiones, cámpings…), pero, sobre todo, de alquileres vacacionales de casa y apartamentos, que se actúan en detrimento de la oferta de vivienda para los residentes locales.
- Se produce una transformación del tejido comercial local. El surgimiento de tiendas de souvenirs, restaurantes y bares orientados al turismo, que reemplazan a los comercios que sirven a la comunidad local. De este modo, la autenticidad y el carácter de los barrios pueden diluirse debido a la comercialización y la adaptación de la oferta comercial para los turistas.
- Se produce una presión excesiva sobre la infraestructura. El uso intensivo de transporte público, servicios públicos y otras infraestructuras urbanas por parte de los turistas, puede saturar estos sistemas y afectar a los residentes.
- Se producen cambios sustanciales en el uso del espacio público. La conversión de plazas, parques y calles en zonas principalmente para el disfrute de los turistas, a veces limitando el acceso o el disfrute de estos por parte de los habitantes locales, ahonda en la pérdida de carácter propio. El descontento entre los residentes locales y los turistas puede aumentar, generando tensiones sociales y conflictos.
Como consecuencia bien conocida de todo lo anterior, se producen fenómenos de gentrificación y aumento desorbitado del costo de vida. Un incremento de los precios de alquiler y de los productos y servicios de consumo cotidiano debido a la presión de la alta demanda turística, que puede desplazar a los residentes originales, llevándolos a mudarse a otras áreas.
La primera reacción que debe darse ante dichos fenómenos es reconocerlos, cosa que no siempre sucede, y entender que afectan a la ciudadanía que reside donde se producen. De nada sirve centrarse en los aspectos positivos del turismo (ingresos, empleos, imagen exterior, etc,) y acusar de “turismofobia” a quienes manifiestan su descontento, como tampoco sirve una enmienda a la totalidad al turismo porque, nos guste o no, va a seguir existiendo como actividad humana y, como tal, debería estar al alcance de todas las personas.
Lo que sí puede modularse es la turistificación, y es por ello que la segunda reacción debería ser, una vez reconocido y convenientemente analizado, con datos y evidencias, el fenómeno, activar mecanismos específicos para frenar, y allí donde sea necesario, empezar a revertir, su incidencia. Eso sí, es imprescindible hacerlo de manera integral y decidida, y no con actuaciones aisladas y diferidas.
Se puede desturistificar la vivienda, sin duda, con regulaciones y la gestión de licencias (en caso de que se considere oportuno permitir el alquiler vacacional).
Se puede desturistificar el comercio y otros servicios a pie de calle mediante planes de usos.
Los servicios, como el transporte público, quizás sean más difíciles de desturistificar, pero habría que seguir buscando fórmulas para canalizar el flujo de turistas hacia unas líneas especificas y mantener otras prioritariamente para locales (explorando más allá del conocido caso de la línea 116 del barrio de La Salut que pasa por el Park Güell).
Se puede desturistificar el espacio público diseñándolos, cuidándolos y dinamizándolos con la participación directa de la población residente en su entorno y eliminando los elementos de privatización que no formen parte de ese diseño colectivo.
Se puede desturistificar la vivienda, el comercio y otros servicios a pie de calle
En este sentido, y como todavía queda mucho por explorar e innovar en la materia, sería interesante que Barcelona liderara una red internacional de ciudades con las que compartir propuestas para conseguir un turismo no solo sostenible, sino no gentrificador.
Pero, además, está la senda de la construcción de alternativas. Y, recuperando la asociación realizada anteriormente con la industria, una forma más que interesante y conveniente de desturistificar es reindustrializar.
Veremos si en el caso de la Unión Europea se atienden las advertencias y las propuestas del reciente Informe Draghi, se facilita que las ciudades tomen cartas en el asunto y se apuesta por una estrategia que diversifique las economías urbanas y genere actividad económica y empleo de calidad para las personas que residen en sus ciudades.