Los Juegos Olímpicos de París 2024 ya son historia. Dos semanas largas de competiciones en las que, además de repartirse un total de 329 medallas, se han batido más de 50 récords mundiales y olímpicos.
Durante mucho tiempo, batir récords (de visitantes, de pernoctaciones, de tráfico en el aeropuerto, de cruceristas…) ha sido el objetivo más o menos explícito de gobiernos de todos colores y de la industria turística aquí y en todo el mundo. Últimamente, sin embargo, se alzan cada vez más voces que ponen en cuestión esta visión y reclaman, según el colectivo que se expresa, controlar, gestionar, regular, limitar o decrecer en términos de cifras de visitantes. Hay incluso quien fantasea con poder elegir quién nos tiene que visitar y quién no.
Detrás de todo ello, un fenómeno que no es nuevo, pero que en los últimos años se ha empezado a identificar de manera más generalizada y profunda, como son los síntomas de masificación turística. Una masificación que tiene su origen en la saturación de determinados lugares —lo que llamamos “atracciones turísticas”— desde donde se generan una serie de impactos directos e indirectos más allá del lugar puntual donde se encuentran, es decir, en el conjunto de su ciudad o región.
La magnitud de estos impactos es el factor que ha llevado este año al estallido de protestas en lugares eminentemente turísticos (como las islas) o en lugares con concentración de atractivos turísticos (como muchas ciudades). El foco del descontento se sitúa, principalmente, en los efectos inducidos sobre el mercado de la vivienda.
En este artículo, sin embargo, nos centramos en la problemática de partida. ¿Se puede detener el turismo de masas? La respuesta, ya lo adelanto, es “quizás sí, pero no con las medidas que conocemos”. Estas medidas van, en general, desde las regulaciones de acceso (como en el Parque Güell de Barcelona) a las limitaciones de aforo (como en la Acrópolis de Atenas). Eso si hablamos de atracciones turísticas concretas, donde ciertamente es más sencillo reducir afluencia, aunque no siempre es fácil determinar el volumen adecuado.
La cosa se complica más si hablamos ya de ciudades o de partes importantes de las mismas. Uno de los casos más comentados ha sido el peaje que se hace pagar en Venecia a las personas que la visitan sin pernoctar en ella. Parece ser, sin embargo, que este peaje no ha sido de momento un factor aliviador de la presión que reciben las calles y los canales más emblemáticos de la Serenissima porque, a pesar de las esperables quejas, se ha constatado que nadie se echa atrás de subir al vaporetto de turno por tener que pagar 5 euros de más.
El foco del descontento se sitúa, principalmente, en los efectos inducidos sobre el mercado de la vivienda
La misma lógica aplica a la inmensa mayoría de políticas que se han puesto en marcha en este sentido por todo el mundo: las protestas por la parte de la demanda y la presión por parte de la oferta acaban por relegar estas medidas al terreno de la cosmética.
Y es que la paciencia (o quizás habría que decir la tozudez) de las personas que visitan lugares saturados no parece tener límites y desafía cualquier postulado de racionalidad como los que fundamentan la teoría económica convencional. ¿O es elección racional del consumidor hacer colas de tres horas para subir a una atracción de un parque temático sabiendo que pasará lo mismo en la siguiente? ¿O dedicar más de media mañana (con suerte) a llegar y poder acceder a una determinada cala donde el reto fundamental será hacerse una foto sin que aparezca nadie más, a pesar de estar ocupado hasta el último centímetro de arena y de agua? Por no hablar de las aglomeraciones para coronar la cima de montañas donde hasta hace nada sólo podían llegar personas con unas condiciones y una preparación excepcionales.
Situaciones de este estilo son cada vez más frecuentes y se producen en más lugares. Pero es bien cierto que hay gente por todo, y que desde esa teoría económica se dirá que si la gente lo hace, es porque le compensa. No se trata, además, de culpar a las personas por intentar cumplir aquello de los 100 lugares que tienes que visitar antes de morir o hacerse la foto de rigor simulando sostener una torre inclinada. El pressing del entorno es poderoso: hoy en día, está más aceptado socialmente que alguien se quede en agosto en casa porque no tiene vacaciones que que reconozca que no puede o, sobre todo, que no quiere viajar.
Mientras tanto, este 2024 vamos camino del récord de turistas a todos niveles (en el mundo, en Europa, en España, en Catalunya, en Barcelona…). España podría llegar al top mundial superando a Francia y acercarse a los 100 millones de visitantes. Y la tendencia, debido a la incorporación a la demanda turística de una importante parte de la población mundial, asiática sobre todo, es creciente.
Esto significa que esparcir turistas por lugares que actualmente no son tan codiciados, una de las medidas estrella de quienes hablan de gestionar la masificación, puede ser una respuesta a corto plazo, pero que finalmente resultará igualmente insuficiente.
Por ejemplo, hoy en día ya no sorprende que alguien de nuestro entorno viaje a un país como Laos, que incluso el viajero más empedernido difícilmente podría situar en el año 2000 en el mapa. Y es que Laos ha incrementado en más de un 220% la afluencia de turistas desde comienzos de siglo, acercándose a los cinco millones de visitantes (para una población total de unos siete millones de habitantes). En este sentido, las islas Filipinas parecen ser la nueva frontera del exotismo, en una ruta que en algún momento comenzó en Tailandia (actualmente rondando los 25 millones de visitantes después de haber llegado a los 40 antes de la pandemia) y siguió por Vietnam (12 millones en 2023 frente a los 18 de 2019).
El pressing del entorno es poderoso: hoy en día, está más aceptado socialmente que alguien se quede en agosto en casa porque no tiene vacaciones que que reconozca que no puede o, sobre todo, que no quiere viajar
Nuestro planeta es muy grande y, dado que las zonas más o menos frecuentadas por el turismo son todavía minoritarias respecto a las que no, se podría pensar que hay margen de sobra para ir ocupando nuevos espacios no masificados. Sin embargo, sabemos que los impactos resultantes van mucho más allá de la estricta presencia física de las personas en los lugares y que la emergencia ambiental, climática y de biodiversidad debería ser un importante elemento persuasivo para ni siquiera proponérselo.
El turismo de masas, pues, parece imparable. Ni las campañas de desincentivación a viajar a Ámsterdam que el propio ayuntamiento de la ciudad ha dirigido a la juventud británica, ni la batalla de Nueva York contra las plataformas de apartamentos turísticos han resultado en una disminución de las cifras de turistas por sus calles.
Conscientes de la enorme dificultad para conseguirlo sin literalmente volver a levantar murallas en su entorno, las ciudades buscan fórmulas alternativas: si no se puede limitar el número de visitantes, al menos que se comporten. Copenhague, por ejemplo, ha creado un programa piloto para premiar con varias ventajas una serie de buenas prácticas que se plantean a los turistas en materia de sostenibilidad y civismo, que se ha cerrado recientemente para hacer una evaluación de cara a una posible reedición el próximo año. A la espera de estos resultados podemos pensar, en el mundo de la economía de la experiencia en el que nos encontramos, que esta gamificación casi puede resultar un nuevo incentivo para pasar unos días en la capital danesa.
El turismo de masas parece imparable: ni las campañas de desincentivación a viajar a Ámsterdam ni la batalla de Nueva York contra los apartamentos turísticos han resultado en una disminución de los turistas
Como medida más radical, el escritor Umberto Eco defendía en el año 2007 en un artículo en el The New York Times, no sin cierta ironía, la creación y ubicación en lugares distantes de los originales de réplicas de las principales obras de arte y enclaves históricos para poder satisfacer el creciente deseo de visitarlos (que no necesariamente de conocerlos) y así salvar los originales de la degradación a la que les somete la masificación.
Sea como fuere, parece muy dudoso que la mayoría de gente se conforme con la réplica, como parece dudoso también que quien venga a Barcelona por primera vez, incluso una segunda o una tercera, no pase por la Sagrada Família aunque luego se dirija al Monasterio de Sant Cugat. Y aunque no lo hiciera, habría decenas de miles de potenciales visitantes esperando a la cola de la adopción del modelo de vida occidental, turismo incluido, con el objetivo de algún día admirar en persona la Fachada del Nacimiento (y hacerse la correspondiente foto).
El turismo tiene un peso cada vez más importante en todo el mundo y en todos los niveles de la economía desde el punto de vista territorial. Por eso decrecer o simplemente limitar el turismo parece ahora como una circunstancia que sólo un factor externo al destino en cuestión puede conseguir.
Sabemos, como la pandemia y otras crisis nos han mostrado, que si algo así sucede estamos ante un sector que puede resultar bastante volátil. Por eso, incluso allí donde se baten récords, el temor a que los flujos tomen otra dirección es constante, y aunque se hagan discursos contra la masificación, es difícil encontrar a alguien que le quiera poner el cascabel al gato.
Incluso allí donde se baten récords, el temor a que los flujos tomen otra dirección es constante
En definitiva, aunque el lema de los Juegos Olímpicos es “más rápido, más alto, más fuerte”, lo importante, como dijo Pierre de Coubertin, es participar (o así debería ser). Llevado al terreno del turismo, podríamos decir que más que los récords, lo importante es tener la oportunidad de conocer lugares, pero disfrutando de la experiencia y sin interferir más allá de lo inevitable en la vida de las personas y en el funcionamiento de los lugares que nos acogen.
En todo caso, para hacerlo posible, las regiones, las ciudades y las instituciones que las gobiernan, junto con el sector, tienen un reto monumental encima de la mesa: revertir los efectos de la turistificación (a la que dedicaremos el próximo artículo). A ello que habrá que aplicar toda la materia gris que podamos aglutinar. Sorprende, en este sentido, la ausencia de una conselleria específica en el nuevo Govern. O quizás no sorprende tanto cuando a pesar de que el 54% del turismo del mundo se produce en nuestro continente, este sector no cuenta con una cartera en la Comisión Europea.
Con estas premisas, si las autoridades y el sector se muestran impotentes para resolver la ecuación del sobreturismo, quizás sí será finalmente la incomodidad la que llevará a que una parte de quienes viajan opten por quedarse, al menos más a menudo, en su casa. O quizás no…