Humo cigarro
Existen actividades que pronto devendrán costumbres neolíticas. © Rogerio Camboim

A la caza del fumador

La más que segura prohibición de fumar en las terrazas y la estigmatización del fumador al espacio privado (o clubes de “viciosos”) será una de las realidades del mundo post-Covid a la que los adictos al tabaco ya nos podemos ir acostumbrando.

La felicidad exige un esfuerzo titánico para obtener resultados efímeros. Cuando me exilié a Ciutat Vella, fue en parte para poder cumplir la ilusión (minima moralia entrañable y pequeñoburguesa) de tener una galería interior desde donde poder fumar un puro después de comer o de noche. Escribo la palabra ilusión a sabiendas, pues la beatitud que me provoca fumar, la única actividad de intoxicación que todavía no me han prohibido, duró pocos días. Mis vecinos superiores (en altura arquitectónica, aclaro) me notificaron que el humo de mi puro les inundaba las ventanas produciéndoles dolor de cabeza. A mi condición natural de agresor –por el azar de haber nacido hombre, blanco, heterosexual e hijo de clase media– se añadía así la condición de fumador, que no sólo es perseguida en bares y restaurantes de la ciudad sino que, en el caso de que la tribu continúe con el espantoso hábito de copiar la vida yanqui sólo en lo que tiene de castrador, pronto se ampliará a la mayoría de terrazas y espacios públicos de esta tediosa Barcelona.

La condición de ser molesto o contaminante debe resolverse con creatividad, y es así como empecé a fumar estoicamente en las ventanas de mi piso, una finta de espadachín igualmente efímera; los puritos Davidoff y mis queridos Half Corona de Hupmann producen un humo pegajoso que, por mucho que soples con fuerza y ejercites la ​​mueca imposible, acaba introduciéndose en el comedor de los vecinos. Ocho ventanas, ocho, tenemos en casa, y ninguna de ellas ha permitido que mi condición de fumador no social ni ocasional, sino totalmente vocacional, haya podido desempeñarse sin complicar la respiración ajena. Mi situación de apestado me ha obligado a tener que fumar fuera de casa (antes decíamos “en la puta calle”, pero seguro que la expresión ofende a más de un colectivo). No me quejo; no sólo tengo la suerte de poder hacerlo acompañado por la metralla fascista y los turistas desbagados de la Plaza de Sant Felip Neri, sino que al fumar sumo el placer de buscar los adjetivos que después comparto con los lectores de mi Punyalada.

Existen actividades, lo que va del arte de la tauromaquia a dirigirse en catalán a las pescaderas, que pronto devendrán costumbres neolíticas. Soy consciente de que la vida del fumador es una de ellas, y más aún si al humo del tabaco se le suma el perfume de un puro, que es de las cosas más nobles que existen (¡de imaginario progresista, por cierto, no conservador!), pero de una intensidad que nuestro presente líquido no puede permitirse. La política ha pasado de los años olímpicos, en los que hacer y proponer se consideraba oportuno, al gustillo cupero de prohibirlo todo; tardará más o menos, pero si algo nos depara la realidad post-pandémica es el frenesí del común para vivir en una burbuja de inmunidad contra la que el humo será totalmente impotente. En agosto del año pasado, el Gobierno ya prohibió la temeridad de fumar a quien no pudiera cumplir lo que llamábamos “distancia de seguridad” y poco importa que la relación entre el humo y la Covid todavía esté por demostrar cuando el imperativo moral y político exige castrarte.

La política ha pasado de los años olímpicos, en los que hacer y proponer se consideraba oportuno, al gustillo cupero de prohibirlo todo

Primero fueron los campos de fútbol, ​​después las playas y en breve serán las terrazas. La caza del fumador continuará hasta que la actividad de respirar humo, como ocurre con la marihuana, sea sólo pasable si te alistas a un club. Ya tiene gracia que fumar cannabis en Barcelona sea mucho más fácil que encender un cigarro en el reservado de un restaurante o en algunos estancos donde las degustaciones de puros forman parte del buen hacer (hay excepciones a la norma, pero me las ahorro para no comprometer a los valientes que todavía nos permiten intoxicarnos entre seis muros). La tenacidad hace que todavía sobrevivan colectivos como el del Pipa Club, que fue uno de los bares más bonitos de Barcelona y que desde hace pocos años resiste en un bello local graciense en la calle de Santa Eulàlia (abren cada miércoles y viernes a partir de las seis de la tarde). Guste o no, la actividad de fumar acabará en locales como el Pipa, tan amable como no lucrativo, lo que les asegura un futuro similar al de las focas antárticas.

Que las costumbres atávicas acaben muriendo es una consecuencia lógica del paso del tiempo, pero diría que el acto de fumar es hoy prohibitivo por el nivel de placer que comporta. La conversación es más suave a la sombra del humo, la pipa nos exige pensar el argumento que se esgrime en cada calada, y todo lo que sea un ralentí del vivir o una actividad gozosa debe ser vista como una forma de agresión al prójimo. No lamento la castración de ese placer desde la ofensa (debo ser de los pocos catalanes que no basa su vida en el agravio), sino desde el goce compartido de la fumata blanca que ya casi sólo puedo perpetrar entre las paredes de casa, y en esto soy afortunado de haber nacido en 1979 y, dicen las estadísticas, de acabar muriendo dentro de treinta o cuarenta años, es decir antes de que un nuevo agente municipal, autonómico o estatal se me meta en casa para robarme las cerillas. Espero que el vicio me mate a tiempo, porque entre las ventajas de fumar se encuentra el indiscutible éxito de currarte el final de la vida, día tras día.