El alcalde Collboni y su ejército de asesores culturales han considerado que la mejor forma de acabar con la mandanga de la polémica anual sobre el pesebre de Plaza Sant Jaume consiste en ¡eliminar el pesebre! Hace pocos días, sabíamos que la escena del nacimiento del nazareno (sea tradicional o deconstruida) se sustituirá por una estrella gigante de 20 puntas de cuatro metros de longitud cada una, hecha de metacrilato y luces LED, ideada por el arquitecto y artista Xevi Bayona y el artista digital Àlex Posada. Puesto que estamos en tiempos de pacificación nacional y tercera vía, el Ayuntamiento también ha comunicado que el pesebre tradicional, elaborado por la Associació de Pessebristes, se trasladará del Museu Marès al Pati dels Carruatges del consistorio. Si hasta ahora la polémica subsistía entre moderniquis y tradicionalistas, la administración ha decidido cortar la guerra embutiendo lo navideño de ambos en el mismo saco.
Entiendo que nuestro alcalde quiera sacudirse polémicas de segundo orden, pero el problema con las tradiciones es precisamente que uno no las puede elegir. En el caso que nos ocupa, la usanza en cuestión es la polémica misma; dicho de otra forma, para muchos barceloneses la performance anual de la remodelación del pesebre comme il faut y el consiguiente rifirrafe ha acabado resultando un acto ritual de mayor impacto que la propia Navidad. De hecho, si en algo fue experta la administración de Ada Colau, fue precisamente en supeditar la aburridísima gestión de la política cotidiana a símbolos comunitarios de mayor publicidad mediática. Fue así como la antigua alcaldesa de Barcelona esperó la polémica del pesebre con el mismo frenesí mediante la que evitaba desahucios. A base de escandalizar a las tietes, Colau siempre intentaba enarbolar la bandera de un supuesto riesgo artístico y de su sincretismo religioso.
El problema de todo ello es que la aspiración a anular o hacer cohabitar los símbolos también resulta una apuesta de contenido, por mucho que se disimule y, por lo que antes decía, Sant Jaume ha devenido una especie de cuadro vacío donde cualquier aparición resulta denotativa. En este caso, la estrella de Sant Jaume (según reza la web del Ayuntamiento) quiere significar la creación del universo “en el que una gran explosión transformó las tinieblas en luz y energía”. A su vez y cuando anochezca, la estrella será el centro de un espectáculo inmersivo diario en sesiones de treinta minutos, que se combinará con un pesebre que quiere llevar “hasta el centro de Barcelona el olor del mar, vínculo de las dos grandes fuentes de inspiración de la propuesta: la conmemoración del centenario del poeta Salvat-Papasseit, que trabajó en el Moll de la Fusta y lo evocó en algunos de sus versos, y la Copa del América de vela, clausurada hace unas semanas.”
La auténtica revolución que podría hacerse en la Plaza Sant Jaume y en toda la ciudad sería devolvérsela a los ciudadanos
No hace falta ser un gran experto en poesía catalana ni en Salvat-Papasseit para entender que, de verse situado en esta comparación, nuestro ilustrísimo barcelonés (anarquista y radicalísimo defensor de la catalanidad) acabaría teniendo espasmos por todo el cuerpo. Pero eso tanto da, puesto que aquí lo importante es ver cómo toda esa simbiosis de elementos que se hacen para quedar bien y tantas amalgamas forzadas con calzador tampoco acaban de hacer un favor a la hora de intentar que Barcelona sea algo más que un bulevar de piezas inmersivas o pesebres tradicionales. En la ciudad, como ocurre ya desde hace muchos años, faltan iniciativas que generen un mínimo contenido artístico (y político, que es lo mismo) y que no nos hagan enrojecer de vergüenza. Yo les propondría una bien sencilla: en Navidad y cada día, dejar la Plaza Sant Jaume en paz, porque los vecinos que vivimos cerca ya sufrimos suficientes inconveniencias.
Quizás os parezca aburrido, pero para mí la auténtica revolución que podría hacerse en la Plaza Sant Jaume y en toda la ciudad sería devolvérsela a los ciudadanos. Los habitantes del Gòtic ya sufrimos suficiente intromisión del turismo y del mundo guiri como para que —en cada Navidad— se añada una manada de cretinos en busca de la polémica anual y su consiguiente selfie. No dudo de la buena fe de la administración, aunque suelo desconfiar de la gente que quiere quedar bien con todo el mundo; por todo ello, les ruego que se sumen a la auténtica catarsis, atea y bien barcelonesa, de dejar las calles en paz. Esta idea, créanme, le encantaría a nuestro gran poeta Papasseit.