La Calòrica
La obra certifica que se puede tramar un texto reflexivo y una producción de calidad con éxito de taquilla.

El éxito del éxito de La Calòrica

Con De què parlem quan no parlem d’aquesta merda, la compañía La Calòrica ha alcanzado uno de los éxitos teatrales más relevantes (y justos) de los últimos años en Catalunya

Sé que llego tarde, muy tarde, a la hora de intentar decir algo nuevo sobre la compañía teatral La Calòrica y su celebradísimo espectáculo De què parlem quan no parlem d’aquesta merda. Asumo la penitencia y, por lo menos, ahorraré al lector el enésimo elogio de este hit de nuestra escena a base de juegos de palabras y gracejos derivados de su título. Vamos al grano. El éxito primordial de este espectáculo de los calóricos es su propia pervivencia y el hecho (casi inédito en nuestro rincón de mundo, pero normal en el universo del teatro anglosajón) que un texto parido dentro de un equipamiento público como el TNC alargue su existencia en el universo de lo privado. Me dispongo a escribir uno de los adjetivos ancestralmente prohibidos en nuestra cultura: sí, este De què parlem es un magnífico ejemplo de teatro comercial (!!!), certificando que se puede tramar un texto reflexivo y una producción de calidad con éxito de taquilla.

Durante demasiadas décadas, el teatro pretendidamente cultureta se ha choteado del éxito de público de una función equiparando su recepción masiva a una necesaria banalidad. El prejuicio es fraudulento y lo certifica que el teatro público casero nos obligue demasiado a menudo a tragarnos unas tifas monumentales disfrazadas de una supuesta altura filosófica. Me alegra que compañías de tierna madurez como La Calòrica (doce años de curro a sus espaldas) demuestren que la adicción de nuestra cultura al arte povera resulta pésima; sus integrantes harían bien en normalizar su éxito como síntoma de salud mental. Digámoslo de nuevo, porque en Catalunya hay que recordar las cosas más básicas: que una compañía tenga acogida entre el público es una noticia excelente, primero porque estamos totalmente a favor de que la gente gane mucha pasta con su trabajo, y después porque el dinero posibilitará que sus integrantes puedan arriesgarse todavía más.

De banalidad, naranjas de la China; porque con este De què parlem el tándem Joan Yago (autor) e Israel Solà (director) ponen de manifiesto que uno puede largarse de un teatro con tres o cuatro reflexiones oportunas después de habérselo pasado teta. Esta obra de La Calòrica es un ejemplo de pièce bien fait (con toques de efectismo e interpretaciones a menudo prototípicas que pecan de afectación vodevilesca; ¡sí y recontrasí!); pero también hay que recordar que hacer las cosas bien hechas es difícil de cojones y que provocar una risa de solidez está al alcance de poquísimos artistas. Los reseñistas teatreros han recalcado la filiación de los calóricos con compañías como Els Joglars, y la cosa es cierta en cuanto a la catarsis satírica en torno a la catalanor; pero diría que La Calórica produce un teatro de gran hondura porque, Boadella aparte, sus integrantes no son ajenos al cromosoma Rusiñol que pervive en el humor triste y escatológico de escuela Capri.

Con este De què parlem el tándem Joan Yago (autor) e Israel Solà (director) ponen de manifiesto que uno puede largarse de un teatro con tres o cuatro reflexiones oportunas después de habérselo pasado teta

Este arraigo en la cultura teatral del país provoca que escenas icónicas de la obra como la reunión de vecinos o el pannel de tertulianos absurdos (como ejemplar de la profesión, aplaudo con entusiasmo la realísima caricatura de este desdichado oficio) pasen del que podría ser un simple gag de Polònia a una muestra de excelente teatro. También hay estructuras de estado en el arte de un grupo de actores impecable (con la guest star Mònica López, que saca petróleo de una negacionista climática a la que acabarías abrazando con compasión). No me gustaría producir ninguna escisión ni conflicto de celos entre todos los intérpretes, pero es que lo de Julia Truyol es de otro mundo. Ya la había visto jalarse con patatas a una serie de actores con más currículum que ella en el último (y prescindible) Onlce Vània del Lliure; ahora hago constar que este oficio en un escenario sólo puede ser fruto de un don celestial.

Añado un último detalle que, por desgracia, no debería ser noticia. Los actores de La Calòrica actúan en catalán (que no en catañol) y juegan con la riqueza de acentos de nuestra lengua con una naturalidad en peligro de extinción. La función de este pasado jueves estaba llena de gente que salió contenta del teatro mientras reflexionaba sobre uno de los grandes problemas de nuestro mundo, y sin haber tenido que aguantar una turra paternalista. Lo repito e insisto. Muy a favor de los teatros llenos, de compañías que ganen pasta y de gente con éxito. En unos años, los actores de La Calòrica recordarán su pequeño local de ensayo (y el lavabo duchampiano que les sirvió de trampolín) con mucho cariño y harán santamente. Celebraré que lo hagan en una masía del Empordà que habrán podido sufragarse con el sudor de su esqueleto y el triunfo incontestable de su teatro. En casa seremos siempre amigos del éxito de ese éxito.

Todavía una posdata: si queda alguien con una mínima neurona en la televisión pública, que corra a encargar una serie a esta peña. Coordenadas: Teatre Borràs, hasta el 8 de enero. Corran y llénenlo.